
Si no hay nada más inocente que la mirada de un niño, la de un niño muerto es tal vez lo más horrible que puedes contemplar, aunque sea en una fotografía. Cuando el cadáver además es el producto de un ataque con armas químicas, no esperes una sonrisa beatífica, como si estuviera dormido, sino un rictus de agonía rodeado por restos de vómito verde que te pondrá la carne de gallina.
Multiplique esa imagen por diez, por cien, por mil, añada mujeres, ancianos y hombres jóvenes, la mayoría civiles y tal vez, tal vez, el lector se haga a la idea de lo que me encontré al visitar el interior del Monumento a los Mártires de Halabja, en Iraq. Vídeos, dioramas, sonidos, fotografías y nombres que reflejan el horror indiscriminado que cayó del cielo contra una indefensa población kurda una tarde de marzo de 1988.
El año había comenzado con un Mikhail Gorbachov que creía que se podía reformar el deficiente sistema soviético mediante la perestroika. Los vientos del cambio democrático se aproximaban hacia Moscú y Europa del Este pero en Oriente Medio sólo se oían disparos: la guerra entre Iraq e Irán llegaba a su octavo año y se había convertido en el conflicto convencional más largo del siglo XX.
Atrapados en ese conflicto, el maldito pueblo kurdo (una minoría étnica que se reparte entre Irán, Iraq, Siria y Turquía), no es que tomara las armas contra Saddam Hussein sino que hacía décadas que libraba una guerra silenciosa, salpicada de represalias genocidas, contra quien ostentara el poder en Bagdad.
La espina del norte kurdo se clavaba en el Iraq árabe con el apoyo de Irán, porque en la guerra el enemigo de mi enemigo es mi aliado de conveniencia. Saddam Hussein ordenó a su primo Ali Hassan al-Majid que resolviera de una vez por todas el problema kurdo con todos los medios a su alcance, convencionales – incluyendo fusilamientos masivos y destrucción de poblados – o menos habituales. Uno de esos medios no convencionales utilizado durante la campaña fue el que le dio al primo del sanguinario dictador el apodo que le persiguió hasta su ejecución en el 2010: Ali Kimyaw (Alí “el químico”)


Las armas biológicas y químicas son tan antiguas como la Humanidad, y han evolucionado desde los tiempos en que se envenenaban pozos de agua o arrojaban cadáveres sobre poblaciones sitiadas, esperando desatar una plaga. La I Guerra Mundial vio el uso limitado pero concentrado de armas químicas basadas en el cloro, fosgeno y otros más famosos, como el Gas Mostaza.
Setenta años después del fin de esa guerra, el Gas Mostaza volvió a matar y, junto con agentes nerviosos como el Sarin, Tabun o VX, es el responsable del mayor ataque con armas químicas contra una zona con población civil de la Historia.
El 16 de Marzo de 1988, después de dos días de ataques de artillería, aviones militares iraquíes bombardearon el pueblo de Halabja y lo hicieron con armas químicas. Entre nubes de vapor amarillento y un curioso olor a manzana, al menos 5.000 personas murieron durante el ataque y otras 7.000 resultaron heridas, la mayoría civiles kurdos.
Los más afortunados fallecieron instantáneamente, de pie mientras conversaban con sus vecinos en la calle o familias enteras atendiendo a sus asuntos en la intimidad de sus casas. Otros exhalaron su último aliento aquejados de vómitos y terribles quemaduras químicas.
Miles más morirían en los años siguientes por defectos de nacimiento y enfermedades relacionadas con la exposición a las sustancias químicas, como Sayeed Janbozorgi el fotógrafo iraní responsable de la mayoría de los documentos gráficos del museo, que falleció en 2003.
A la entrada del cementerio de Halabja – donde hay tumbas individuales, familiares y comunes – un cartel prohíbe la entrada a los miembros del Partido Ba’ath, el partido omnipotente en los tiempos de Saddam Hussein, como el Partido Comunista en la URSS o el Partido Nazi en la Alemania de 1938.


Hoy en día Halabja encaja en el difícil puzzle político de Iraq dentro de la zona de responsabilidad del semiautónomo Gobierno Regional del Kurdistán, poder de facto tras las elecciones de 1992 en ese área y formalizado legalmente tras la caída de Saddam Hussein. Aunque las tensiones con el Iraq árabe no han desaparecido, se limitan a disputas sobre los límites del autogobierno, cuestiones fronterizas internas y la capacidad para formalizar contratos sobre recursos naturales.
Para llegar al Monumento a los Mártires, a la entrada del Nuevo Halabja, y dependiendo del número de controles policiales y cómo sean de estrictos, el trayecto en taxi compartido desde Sulamainiya comprende entre una hora y hora y media de aburrido tránsito por carreteras rectas y rodeadas de paisajes semidesérticos. El último control es el más puntilloso, no hay que olvidar que estamos apenas a 15 km de la frontera con Irán y a unos 100 km del peligroso Iraq árabe.
Como me ocurrió a mí, no bastará con enseñar el pasaporte y es más que probable que tengas que bajarte del coche para ir al edificio de la policía. Allí un oficial ojeará las páginas de tu documento mientras tú sonríes y le explicas que no vas más allá de Halabja y que después de la visita al Monumento y al cementerio, en el interior de la ciudad, volverás a la relativa seguridad de Sulamainiya.
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Cuando vuelvas a pasar el control para abandonar Halabja te va a costar mucho más sonreír.