Mientras se repartían las cartas, Tsend apartó la mirada de la baraja, giró la cabeza hacia mí y la movió con gesto amable pero negativo. Yo sonreí, acepté otro vaso de vodka y seguí la partida de póker sólo como espectador, las apuestas iban a ser altas. En el interior del compartimento, cinco jugadores y dos espectadores disfrutábamos del vodka, los cigarrillos chinos y una partida que no se parecía al póker que yo recordaba vagamente. Cómo había terminado yo en ese compartimento de un tren en dirección a Ulaan Bataar, adoptado por un hombre tan alto como Dennis Rodman y tan fuerte como Mike Tyson, es otra historia.
Si cruzar la frontera entre China y Mongolia fue relativamente fácil por lo que respecta a abandonar China, hubo que armarse de grandes dosis de paciencia para entrar en Mongolia.
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Después de que le pusieran el sello de salida de China a mi pasaporte, salí del edificio de aduanas e inmigración con Eduard y me sorprendí al subir al jeep y comprobar que se multiplicaba el número de pasajeros. Otros dos chinos aparecieron en el asiento trasero del coche pero dado que la frontera no se puede cruzar a pie, me pregunto de dónde salieron.
Para los tres, pasajeros, mercancías y jeep, salir de China fue fácil y sencillo. Para dos de ellos, mercancía y coche, la entrada a Mongolia no lo es. Todos los gobiernos del mundo están encantados de que se compren cosas dentro de sus fronteras o que se vendan al exterior. Ningún gobierno del mundo es tan entusiasta cuando se trata de introducir en un país mercancías de procedencia ajena.
Mi entrada oficial en Mongolia fue sencilla, superados unos leves problemas informáticos (no hay nada que un funcionario no pueda solucionar aporreando, literalmente, un teclado), y me senté con Edouard a la sombra – no era ni media mañana y ya el sol castigaba con dureza – a esperar a nuestro conductor. Yo no hablo ruso y mi amigo no habla inglés, así que él usa palabras de alguna película de Hollywood para comunicarse conmigo mientras yo le respondo en un ruso leído en novelas de Le Carré, Forsyth y Clancy. La gramática que tiende el puente entre nosotros son las sonrisas y la mímica.
A nuestro alrededor aparcaban otros coches verdes como el nuestro, antiguos jeeps del ejercito chino, y otros vehículos civiles e incluso camiones. Todos sin excepción iban sobrecargados, con bolsas de plástico cubriendo por completo las mercancías que cruzaban las fronteras. Las ballestas de sus ejes hacían trabajo extra, a juzgar por cómo iban de planos los neumáticos traseros.
Mientras los conductores, como el nuestro, rellenaban formularios y algunos acompañaban a funcionarios que inspeccionaban los vehículos, los pasajeros se fumaban el tiempo de espera. El volumen del tráfico de personas por esa frontera – la única por la que los extranjeros pueden entrar en Mongolia desde China – quedaba atestiguado por la cantidad de colillas y plásticos de envoltorios que tapizaban el suelo.
Son las doce de la mañana, llevamos tres horas entre dos países y el sol se carcajea de la burocracia desde lo alto de un cielo sin nubes.
El hombre que tiene las llaves de nuestro coche sale, arranca, nos acercamos a la última barrera… y nos volvemos a detener porque falta un sello en un papel o alguien no ha rellenado correctamente un formulario. Al final, nos habrá llevado la friolera (es una irónica forma de hablar) de cuatro horas el cruzar la frontera pero en unos segundos llegamos al primer pueblo que pisaré en Mongolia, Zamyn-Üüd (Замын-Үүд), a menos de 3km de la última barrera franqueada.
Zamyn-Üüd es un pueblo fronterizo que no tiene dinosaurios. Aquí no se viene a hacer turismo, se llega para ir a otro lado, se cruza porque está en el punto adecuado del mapa y tiene parada de autobús y estación de tren. Esos son los dos rasgos más destacados, y la única novedad que nos mostraría una fotografía aérea es que en cada parcela, junto a cada caseta, al lado de cada chabola, entre la arena florecen los gers (las tiendas de un pueblo de sangre y realidad nómadas).
Pasando de largo junto a la gente que juega al billar en la plaza (¡al sol!), Edouard y yo dejamos nuestro equipaje y mercancía en la consigna de un hotel y vamos a comprar mi billete de tren. Por 18.900 Tugrish tengo una litera en el tren que saldrá a las seis menos diez de la tarde, circulará toda la noche y llegará a la capital de Mongolia a la mañana siguiente.
Para agradecerle a Edouard su compañía y sus gestiones con los empleados del ferrocarril, le invito a comer un ghoulash y una cerveza en un restaurante de la plaza. Terminamos con tiempo de sobra para dar un paseo y volver a la estación cuando el tren, una hora antes de su prevista salida, hace aparición. Con ella se produce un súbito revuelo de actividad y aparecen por todos lados los porteadores de mercancías que corren sudorosos llevando bolsas y cajas que hace unas horas aún estaban al otro lado de la frontera.
Si os preguntáis como es por dentro un viejo tren de Mongolia, se parece a un viejo tren ruso con algunas modernidades. Mi compartimento sólo tiene cuatro literas (esperaba seis) pero la calidad de la cama y la estancia son espartanas, aunque encima de la mesa hay una pequeña y plana televisión. Por las sábanas, que no están incluidas en el precio del billete, se pagan el equivalente a 0,60€
Camino por el vagón, que adivino de fabricación soviética, robusto, funcional, sin detalles lujosos o de diseño, hacia una de los extremos donde está algo indispensable en esta parte del mundo. Para tomar té, café o fideos instantáneos, hay un deposito de agua caliente que funciona con una pequeña estufa alimentada con madera. Madera ardiendo en un vagón de tren, mientras me dirijo a la puerta del vagón tengo que sonreír ante la ironía de cómo se cubre una necesidad.
Junto a la puerta entablo conversación con un gigante del país que se presenta como Tsend, habla algo de inglés y, mientras suben sus fardos al tren me invitará a visitarle en su compartimento. Cuando llegue a él me encontraré con una partida de póquer, así que, mientras bebo vodka, le pido la cena a una de las empleadas del tren, que recorre el pasillo con un carrito donde hay bandejas de poliestireno con comida. La pago, la abro y no me sorprendo al descubrir que es ghoulash.
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A la mañana siguiente Tsend me invita a acompañarle a su casa. Llegamos en taxi a la parte de atrás de su edificio de apartamentos y se acerca a un enorme contenedor, como los que mueven mercancías por vía marítima. Saca un manojo de llaves con los que abre dos gruesos candados, empuja la puerta y entra.
Cuando ya me preguntaba si vivía ahí, se oye el rugido de un motor que es acelerado y acto seguido sale del contenedor conduciendo un sedán Hiunday de color negro.
Subiremos a su casa a dejar las bolsas (el coche se queda a la puerta) y allí su esposa Bolor, que no habla nada de inglés, nos prepara unos entremeses y sopa. Si la hospitalidad de Mongolia tenía ya el listón muy alto, no lo baja cuando nos vamos a las afueras de la ciudad, a un suburbio de viviendas de planta baja donde su tío está construyendo una casa de ladrillo – que nos enseña, orgulloso de sus, estimo, 30m2 – junto a la tienda, al ger que siguen usando como residencia.
Su tía, como hizo antes su esposa, nos agasaja preparando una sopa con carne de la que me ofrecen los mejores trozos. Cuando se sacrifica un animal se aprovechan todos los trozos y los que van a la sopa no son los de mejor corte ni estado. Mi estómago no es como el suyo y yo no me he visto sometido a las penurias y desolación de la estepa, pero, nobleza obliga, intento comer todo lo que puedo.
Me despediré de Tsend cuando me deja en el que va a ser mi alojamiento durante un par de noches, mientras examino opciones para recorrer el Gobi, un ger-dormitorio común en la terraza de Gana Guesthouse.
Si hubiera volado desde Beijing a Ulan Bataar o me hubiera esperado unos días a la salida del Transmongoliano desde China, la experiencia no sería la misma. No habría visto dinosaurios en la carretera, cruzado la frontera con Edouard, acompañado a Tsend a jugar al póker ni disfrutado de su hospitalidad mis primeras horas en la capital de Mongolia.
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Tampoco habría visto una caldera de leña en un vagón de tren ni un contenedor de mercancías usado como garaje….
Hola Avistu!
Gracias por la información. No encontraba nada sobre cómo ir desde la primera ciudad mongola en la frontera hasta Ulan Bator hasta que te he encontrado :)
Iremos desde Hohhot no desde Beijing, pero ese tramo ya lo tenemos controlado.
Gracias una vez más y enhorabuena por el blog.
Saludos viajeriles!
Hola Asier:
Me encanta la gente que hace viajes de novios que se salen de lo corriente :) Gracias por indicarnos los tiempos de demora en el cruce de fronteras, una información interesante.
Un saludo,
Avistu
hola buenas!!
yo con mi mujer o compañera, hicimos el transmongoloiano, mas un periplo por china, como viaje de novios en el 2011.
el paso en tren de Rusia a Mongolia, nos demoro unas 4 horas, mas otras 2 en suelo de Mongolia. el paso a china, solo me acuerdo del cambio de boggies en Erenhot.
Los trenes del transiberiano y del transmongoliano tambien llevan el samovar, la caldera para calentar agua, a madera.
un viaje inolvidable