Cuando vas viajando en bus o minivan por las carreteras de Tailandia hay algo que enseguida te llama la atención: la cantidad descomunal de plantaciones de palmeras.
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No hablo de las típicas cocoteras de las postales de playas paradisíacas que son propias de las zonas tropicales, sino de las de menor estatura y tronco ancho y fornido que se utilizan para producir aceite de palma y biocombustible.
Cuando vi las primeras de ellas pensé que estaban todas demasiado bien alineadas para ser naturales. Después, una mujer inglesa -perteneciente a una ONG que venía de ser testigo de una reunión de la ONU sobre medio ambiente acontencida en Bangkok- me explicó todo el tema en la furgoneta que nos llevaba de Koh Lanta a Trang.
Es el ejemplo clásico del ser humano cargándose ecosistemas naturales desarrollados durante miles de años. Triste, pero es lo que hay en la sociedad de hoy.
Malasia y Borneo están siendo víctimas de la misma forma de destrucción de selva para poder introducir esta especie de palmera. La posibilidad de crear combustible a partir de las palmeras ha hecho que aparezca el símbolo del dólar en los ojos de los tailandeses y malayos y hayan permitido la explotación -en muchos casos extranjera- de las zonas de selva.
Me comentaba esta mujer que la fisionomía del suelo también cambia al arrancar los árboles originales y plantar las palmeras africanas, dejando una huella perdurable en el tiempo y haciendo imposible la renovación de la jungla si se quisiera dar marcha atrás.
Esperemos que el gobierno de estos países se de cuenta del impacto futuro que puede tener sobre suelo, clima, flora y fauna y dejen de pensar en los beneficios económicos del corto plazo para hipotecar el futuro de las generaciones venideras.
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El tema está complicado.