Trekking en las montañas Simien (Parte 5)

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Despertamos tras nuestra tercera noche en las montañas y el tenue sol nos alegró un poco el maltrecho ánimo con el que nos fuimos a dormir la noche anterior. Estábamos hambrientos porque apenas comíamos y el desayuno volvió a ser bastante escaso.

Antes de las 7 de la mañana ya estábamos en camino hacia la carretera principal. Era una pista ancha de tierra roja que se encontraba en obras. A pesar de ser domingo y festivo, Fanta decía que algún camión con suministros para los obreros debía pasar por allí. Llegamos a una casuchas de paja y adobe y nos cobijamos bajo la sombra de un gran árbol. Al poco, decenas de niños de esta escuálida aldea junto a la carretera, se acercaron a contemplarnos de cerca. Manu y yo esperábamos pacientemente la llegada del camión.

El tedio se apoderó de nosotros y de los chiquillos al cabo de una hora. Me levanté, cogí una piedra y probé mi puntería apuntando a una pequeña columna pétrea que tenía a 10 metros. No acerté. Los niños, atentos a cualquier novedad, me vieron y rieron divertidos. Tiré otra. Y otra. Y todos empezaron a jugar conmigo, intentando impactar distintos objetivos que íbamos proponiendo. Así pasamos un par de horas hasta que vimos una nube de polvo a lo lejos.

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Llegó un camión que se ofreció a llevarnos por dinero. Pagamos y nos subimos a la cabina, despidiéndonos de nuestros nuevos amigos. Al cabo de una hora llegamos a las obras de un puente por el que no podríamos pasar. Los andamios de bambú parecían endebles, pero ya los habíamos visto en obras en la capital, Addis Abeba. Aquí nos tocaba cambiar de transporte y, media hora más tarde, estábamos montados en una pickup que nos llevaba colina arriba por pistas de tierra.

Nos dirigíamos a un pueblo situado a unos 3.000 metros de altitud, en la cima de una de las montañas de la zona. Era casi mediodía y el sol ya no hacía prisioneros. De repente, el camino se truncaba, roto por una barricada de rocas y tierra. Las obras no habían llegado más allá. El conductor nos comentó que no podía pasar de allí y tendríamos que acabar la ruta a pie. El tipo, de una gordura del todo inusual en Etiopía, se bajó y nos señaló el camino, comentando que tan sólo tendríamos que caminar media hora para llegar a nuestro destino. Miramos a Fanta, que asentía, y nos bajamos con nuestras mochilas.

Apenas teníamos agua y el calor era ya insoportable. Tras pagarle, nuestro benefector se marchó con su pickup y nos quedamos los tres solos. No se veía una senda clara para comenzar la ascensión y Fanta parecía dubitativo. La carretera llevaba varios meses en obras y él no había vuelto por aquí desde antes de que comenzaran. Unos cien metros ladera abajo, un hombre caminaba por tierras de cultivo que esperaban ansiosas una lluvia que parecía no querer llegar nunca. Fanta le llamó a voz en grito y conversaron durante un minuto. El pequeño hombre comenzó a ascender hacia nosotros. Se convertiría en nuestro improvisado guía.

El puente con los andamios de bambú
El puente con los andamios de bambú

Pequeño pero fibrado, de tez tostada por el sol y una cara algo arrugada donde unos ojos iluminados por una viva chispa hacían imposible conocer su edad. Nos acompañaría durante todo el camino, cargando una de nuestras grandes mochilas. Fanta tomó la otra y yo llevaba una pequeña con el poco agua que nos quedaba y algunas cosas más. Comenzamos a subir la ladera.

Fanta y el lugareño nos guiaban a una distancia. El hombre no hablaba nada de inglés y se limitaba a sonreirnos con una expresión franca cuando conseguíamos acercarnos algo a ellos. Tras llegar a la cima de la primera ladera, preguntamos cuánto faltaba. El tipo orondo nos había dicho media hora y llevábamos más de 40 minutos . Fanta nos señaló la cúspide de la siguiente montaña y nos pidió un último esfuerzo. No nos quedaba agua. Pero eso no era lo peor: Fanta nos estaba mintiendo.

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Ahora que tengo la experiencia de haber sido guía, entiendo un poco mejor por qué Fanta nos mintió. Estábamos sudando como cerdos a unos 35 grados, ascendiendo sin parar a algo más de 3000 metros, sin agua y sin haber comido casi nada en las últimas 18 horas. Además, debíamos haber llegado a ese pueblo el día anterior y, a esas horas, teníamos que estar explorando los senderos del Parque Nacional de las Montañas Simien. Vamos, un panorama bastante desalentador. La realidad era que aún nos quedaban un par de subidas y bajadas pronunciadas, y tardaríamos otras dos horas y media en llegar al pueblo. En total, más de 3 horas de trekking con menos de medio litro de agua.

La pick up que nos llevó hasta que no había camino
La pick up que nos llevó hasta que no había camino

Fanta, en un principio, no sabía cuánto nos quedaba, pero lo averiguó cuando habló con el nuevo guía. No quiso desanimarnos y nos ocultó la verdad. Cada vez que nos esperaban y nos reuníamos, nos comentaba que ya era en la próxima ladera. “Ya no queda mucho”, nos aseguraba. Con eso ganábamos algo de energía. Aunque otros días yo había llevado peor el calor, en estas circunstancias de adversidad máxima mi cuerpo reaccionó mucho mejor. Pasé por una fase de cansancio total, para dejarla atrás y comenzar a subir bastante mejor. Parecía que alguien había conectado la batería extra a mi cuerpo.

Manu estaba realmente cansado y hacíamos paradas cada poco tiempo para coger aire. Nos cabreamos bastante con Fanta porque no llegábamos nunca. Cuando por fin lo hicimos, ya no podíamos con nuestras zapatillas.

Estábamos en un pueblucho donde, en una sola calle, se aglomeraban tiendas, un par de hoteles y casas. El suelo era de arena, convertida en barro tras una leve lluvia que cayó nada más llegar. Allí pasaríamos la noche.

Entramos a un destartalado bar donde nos dieron de comer a los cuatro. Estábamos famélicos y devoramos dos injeras con todo tipo de salsas y verduras. Después nos quedamos descansando un poco en el local mientras los niños y adolescentes se arremolinaban frente a la puerta. La noticia de la llegada de dos blancos había corrido como la pólvora. Sin embargo, no encontraríamos en este pueblo la fantástica acogida que tuvimos en el resto del trekking. Las gentes de aquí eran algo más hoscas y decidimos irnos a dormir lo antes posible para coger el camión de las 6 de la mañana del día siguiente. Teníamos ganas de salir de allí.

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El hotel era algo increíble, pero por 80 céntimos de euro cada uno tampoco podíamos pedir más. Compartimos una cama de matrimonio con una colcha enmohecida, desgarrada y con multitud de manchas sospechosas. Las paredes estaban cubiertas de manchas y pegotes de cosas imposibles de identificar. Telarañas cubrían parte de ellas. El auténtico Ritz en las montañas etíopes. A las 6 de la tarde ya estábamos disfrutando de nuestra suite. Una noche muy larga.

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