Pasamos cinco noches en la magnífica Isla Grande de Chiloé en la zona centro sur de uno de los países de morfología más curiosa: Chile.
Aunque parte de esos días y noches los dedicamos a cortas caminatas y algo de descanso, nuestro segundo día de estancia queda en la épica del viaje.
Ese mismo día partimos a las 10 de la mañana sabiendo que teníamos un largo trekking por delante que nos debía llevar desde el pueblo de Cucao -nuestra base del sur de la isla- hasta la famosa playa salvaje del Cole Cole, venerada por todos los chilotes -término que se aplica a los habitantes de Chiloé- y la gran cantidad de mochileros -en su mayoría chilenos- que se vienen al Sur en busca de aventura y dramáticos paisajes.
Íbamos ligeros de equipaje ya que entre los tres nos repartimos la comida y el agua, completando unos chubasqueros dada la inestabilidad climática de la que hace gala la isla. Es así, en Chiloé no te puedes fiar del hombre del tiempo si no que debes observar el cielo cada poco para ver cuáles son los cambios que se vienen. Y a nosotros nos dio una gran lección.
El primer tramo del camino lo hicimos bajo un tenue sol. Recorrimos algo más de seis kilómetros siguiendo la carretera que une algunas de las pequeñas villas que salpican el camino, para llegar a confluir con la magnífica playa que forma parte de este bello parque natural. Es larga, ancha y con unas dunas que le dan un toque místico sobre todo por la ausencia de gente durante casi todo el día. Un lugar en el que sin duda puedes contemplar bellos atardeceres sin que nadie interrumpa el fluir de tus pensamientos.
Seguimos varios kilómetros más por la playa que se mostraba casi desierta, tan sólo salpicada de vez en cuando por mochileros que -curiosamente- iban todos en dirección contraria a la nuestra. A ellos fuimos pidiéndole indicaciones porque no teníamos ningún mapa donde consultar y no hay señalizaciones en ninguna parte del camino.
La causa de que nadie fuera en el mismo sentido que nosotros la vimos aparecer en el cielo después de más de tres horas de caminata. Unas nubes grises amenazaban con cubrir totalmente el paisaje y parecían llevar bastante agua. Pensamos que la cosa no sería para tanto y además estábamos a unas 2 horas tan sólo de la famosa playa de Cole Cole, así que decidimos proseguir viaje.
Tras el camino horizontal de la playa, tuvimos que cruzar un pequeño río y subir y bajar un cerro habitado por algunos valientes. El viento es fuerte en esa zona de la isla y los inviernos deben ser verdaderamente crudos.
Otro tramo más de playa nos llevó a otro pequeño río y una zona de nadie en la que tuvimos que encontrar una salida de los arbustos para llegar a dar con una casa en construcción que nos habían indicado como referencia como inicio de la serie de ascensos y descensos de cerros que nos llevarían a Cole Cole. Y aquí comenzó el desastre.
Las nubes descargaron su agua -con fuerza al principio, y una irritante insistencia después- sobre nosotros y comenzó a hacer difícil nuestro avance. Mi chubasquero demostró ser tan útil como un plumas en Alicante en Agosto y dejaba filtrar el agua sobre todas mis ropas y mochila. Le dejé una capa de protección a Chicco que tampoco funcionó, siendo Mattia el único que conservaba sus prendas secas bajo un buen chubasquero Patagonia.
Llegamos a la casa en construcción y el equipo que trabajaba en ella se encontraba cobijado contemplando la que caía. Al más anciano de ellos le pregunté si creía que la tormenta duraría mucho y me dijo: «No, ésto para en un ratito». Acabé bautizándolo como El hombre del tiempo con total ironía.
Alentados por esta noticia comenzamos la ascensión a la primera colina bajo una fuerte lluvia. Yo me adelanté y perdí de vista a mis compañeros pero el hecho de sentir mojado cada milímetro de mi cuerpo y notar cómo se me helaban los huesos si bajaba el ritmo, provocaron que llevara a cabo este sprint.
Apenas pude parar a contemplar las bellas vistas que se tenían en cada cima de los dos o tres cerros que pasamos porque el agua me velaba la mirada y el frío que sentía por todo el cuerpo me apremiaba a continuar.
En un cruce de caminos sin señalizar hice las veces de explorador y encontré el correcto, esperando a mis compañeros allí para que no se perdieran. Aproximadamente, media hora más tarde – casi dos después de encontrarnos con el hombre del tiempo– por fin divisamos nuestro objetivo.
Cole Cole se extendía a nuestros pies como una franja de arena bordeada por acantilados cubiertos de un verde esmeralda que se oscurecía por el reflejo del encapotado cielo. El lugar era verdaderamente precioso pero alguien allá arriba debió sentir envidia de lo que contemplábamos e hizo arreciar el viento y la lluvia con más fuerza que nunca. Las gotas de agua helada nos hacían daño en la cara como alfileres helados y, tras unos segundos de deliberación, decidimos que era imposible permanecer allí por más tiempo y, aunque nos jodiera sobremanera, no teníamos más remedio que volvernos.
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Fue como tocar casa y volver. Una pena.
Cuando llegamos a la casa en construcción pedimos asilo junto al fuego de la estufa que tenían allí el hombre del tiempo y sus secuaces. El hombre me miró avergonzado y todos accedieron solemnes esperando mi reacción a su mal consejo. Yo me reí y le solté mi recién acuñado mote al personaje. Todos estallaron en sonoras risas de hombres llanos y comenzamos a gastarnos bromas unos a otros, a hablar de nuestros países de origen, de la vida dura vida en Chiloé, de fútbol… Y cómo no, del tiempo.
Pasamos una hora con ellos mientras seguía lloviendo fuera y nuestras ropas se secaban al fuego. Al final, una furgoneta que les traía víveres cada pocos días apareció por arte de magia y accedió a llevarnos de vuelta a Cucao.
Una tarde medio soleada nos recibió en nuestro regreso a casa de Silvia, donde nos alojábamos. Media hora más tarde -justo después de la ducha de agua caliente que más he disfrutado en todo el viaje- unas gotas como puños golpeaban los cristales de nuestra habitación. Así continuó casi toda la noche.
Salimos a cenar en un descanso que nos dio el cielo y después escribí lo acontecido en el día a la luz una pequeña lámpara y tapado hasta arriba con las mantas. Fue el descanso más disfrutado en varios meses.
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Sin duda, algún día querría volver a aquella playa mística que, dicen, es la mejor playa del país. Tengo una deuda pendiente con Cole Cole.