Tras un intento fallido -por el mal tiempo- de saltar en paracaídas en la localidad de Taupo nos dirigimos hacia Wellington -capital del país-, donde nos montamos, con coche incluido, en un gigantesco ferry que 3 horas más tarde nos dejaría en Picton, al norte de la Isla Sur. Hicimos noche acampados a las afueras de la ciudad y salimos con las primeras luces del alba rumbo a Motueka y parque nacional de Abel Tasman.
De camino al parque recogimos a Mike, un simpático autoestopista australiano que llevaba unos años recorriendo y viviendo en diferentes lugares de Nueva Zelanda. Fue él quien nos recomendó el camping en el que acabaríamos quedándonos y el protagonista de una de las anécdotas del viaje. Lo dejamos en el pueblecito que nos pidió, nos despedimos deseándonos suerte en nuestros respectivos destinos y, 3 horas más tardes, mientras clavábamos las piquetas de nuestra tienda, nos lo vimos aparecer todo acalorado con el dueño del camping. Se había olvidado la funda de la cámara de fotos en nuestro coche, pero lo peor era que llevaba un anillo de compromiso -hecho de oro- en el compartimento en el que se suelen poner los carretes. La cara de alivio del chaval cuando nos vio allí -no le aseguramos que estaríamos en el camping que nos recomendó- fue indescriptible.
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Una vez nos hubimos asentado nos fuimos de trekking por el parque. Abel Tasman posee una belleza estremecedora. En él se funden paisajes formados por playas de arena con aguas transparentes que nada tienen que envidiar a las caribeñas -salvo por la temperatura del mar-, selva de una gran diversidad de fauna y flora y una gran tranquilidad. Se respira naturaleza. Nosotros escogimos una de las rutas independientes en lugar de aceptar las ofertas guiadas, recorriendo el bosque selvático -con sus magníficos helechos arborescentes- por un par de horas y desembocando en una fantástica playa desierta. Para acceder a la playa tenías que cogerte a una cuerda atada al tronco de un árbol y descender unos metros a través de la vegetación. El premio mereció la pena.
Descansamos allí un rato y emprendimos el camino de vuelta al atardecer. La marea estaba baja y aprovechamos para coger unas almejas que habían quedado levemente expuestas en una arena despejada del traidor mar. Esa noche, Rober llamó a casa para pedir a su madre la receta para currarse unas almejitas a la marinera. El resultado fue más bien desastroso y estaban casi tan crujientes como las Matutano porque no las limpiamos bien, demostrando que si nos sacabas de la pasta y alguna cosilla más, éramos negados en la cocina.
El día siguiente fue uno de los más divertido del viaje. Alquilamos un par de kayaks por un día. Tras una breve introducción al uso del mismo, podías elegir tu propia ruta por el parque. Mientras todo el grupo partía rumbo Sur, nosotros -cómo no- nos fuimos al Norte para ver la Apple Stone: dos rocas gigantes de forma perfectamente semicircular que aparecen en medio del mar, separadas por menos de 3 metros. Mientras cruzábamos el estrecho pasadizo que separa a las dos rocas nos acordábamos de la leyenda que el instructor atribuía a los maoríes. Según ésta, los gigantes que habitaban la costa de la Isla Sur utilizaban sus hachas gigantes para partir las rocas y la Apple Stone era una de las que arrojaron al mar.
Encontramos una pequeña cala de arena casi comida por la ingente y exótica vegetación. Allí comimos resguardándonos un poco del inclemente Sol. Como consejo, llevad siempre protector solar a partir de 30 porque la capa de ozono es prácticamente inexistente en esas latitudes. Por la tarde seguimos remando y descubriendo rincones de gran belleza natural. Al final del día estábamos rotos pero, sin duda alguna, valió la pena.
Es una pena que no pudiéramos quedarnos más tiempo porque existen tour organizados de entre 1 y 5 días de duración, tanto en kayak como andando o en bote. Pinchando aquí puedes encontrar información sobre el parque, fotos, precios e itinerarios de los tours.
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Eso sí, por más que miramos aquí y allá entre la espesa vegetación, no vimos al Diablo de Tasmania.