La isla de Anglesey, al norte de Gales, tiene el honor de ser la más grande del Reino Unido. Sus habitantes son recios, perfilados en roca por el duro clima que deben soportar. Así lo comprobaron los romanos cuando intentaron invadir la isla y se dieron cuenta, con horror, que aquí hasta las mujeres eran fieras guerreras. Se dice que mataban a sus propios hijos delante de los aterrados legionarios y se los arrojaban encima. Necesitarían dos invasiones a gran escala para someter a estas gentes.
Hoy en día, Anglesey está unida a la isla principal del Reino Unido mediante dos puentes que atraviesan el bonito Estrecho de Menai. Uno de ellos fue construido por el famoso arquitecto británico Thomas Telford en 1826, creador de la mayoría de este tipo de estructuras en Gales a principios del XIX.
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La isla, con unos 200 kms de salvaje costa, ofrece a los amantes de los deportes de aventura al aire libre un sinfín de oportunidades. No en vano, Holyhead, en el extremo noroeste de la isla, es considerado como uno de los mejores lugares del mundo para realizar kayaking, ya que sus rápidos cambios de marea se combinan con unos pasajes de rocas bastante estrechos, logrando que los deportistas encuentren unas aguas tan rápidas que se asemejan a las que pueden encontrar en ríos salvajes.
Aunque soy un gran amante del kayak, en esta ocasión visitamos las instalaciones que la empresa Anglesey Adventures posee en Holyhead para realizar una actividad que no había probado jamás: el coasteering.
Cuando llegué a Anglesey ni siquiera sabía en qué consistía este deporte. Parece ser que fue inventado por los surferos galeses que, a mediados de los 80, buscaban los mejores lugares para cabalgar sobre las potentes olas. Para ello, tenían que trepar por las afiladas y resbaladizas rocas que pueblan la verde línea costera galesa.
Esta fue la explicación que nos dio el bueno de Steve, un hombre recio de unos 53 años que parecía estar hecho del mismo material de los acantilados que íbamos a tomar al asalto.
Nos pusimos nuestros gruesos trajes de neopreno, chaleco salvavidas, casco y unas zapatillas viejas y tomamos la carretera que nos dejaría en la playa tras cinco minutos de agradable paseo entre campos verdes. La mañana era gris y unos densos nubarrones amenazaban descargar una lluvia que no llegaría.
Steve nos dio una pequeña charla sobre seguridad y el recorrido que íbamos a realizar. Seguiríamos la línea de costa que veíamos desde nuestro puesto elevado sobre la playa, doblando varios recodos hasta llegar a un punto de salida donde escalaríamos hasta los verdes prados galeses. En total no debería llevarnos más de dos horas.
A mucha gente del grupo dos horas les pareció una eternidad, sobre todo teniendo en cuenta el dato que nos dio Steve: el agua del mar está a una temperatura de 10-12 grados. Prometió llevarnos por una ruta bastante sencilla, pero yo me opuse. Había venido a sentir la adrenalina y disfrutar de la actividad al máximo posible. Nuestro guía se rió y me prometió que, una vez en el agua, podría elegir si prefería soluciones fáciles o difíciles.
Bajamos a la playa y nos metimos en el mar. El primer contacto con el agua te hace pensar que quizá sea mejor ver cómo lo hacen los demás desde el cálido asiento de la furgoneta, mientras escuchas música en tu móvil. Un frío gélido se apodera de tus pies, que comienzan a doler después de unos segundos. Las manos y la cara también sufren, pero los pies siempre fueron mi punto débil. En este punto de inicio ya tuvimos dos bajas en la expedición.
El resto del grupo se reía entre dientes y maldecía sin parar. Steve nos miraba con una sonrisa, como la que debe haber esgrimido centenares de veces con todos los grupos que son primerizos.
El fondo sobre el que pisábamos era de roca y nos movíamos con precaución, sorteando agujeros y cantos afilados que te hacen sangrar sin apenas sentir su roce. Al poco, encontramos el primer recodo y nos agarramos a la roca para doblarlo. Habíamos tenido suerte con el mar y las olas no batían con mucha fuerza, haciendo nuestra labor un poco más fácil. Aun así, encontraríamos puntos donde la corriente y las olas te meten en una especie de lavadora de la que cuesta salir o te empujan contras las rocas salientes.
Seguimos avanzando por la sinuosa costa, nadando un poco aquí y abrazando rocas allá, encontrando algunos saltos que le daba un aliciente extra a la actividad. El primero de ellos fue el mejor del día. Steve nos señaló un punto en la pared de roca y nos comentó que desde allí se podía saltar sin peligro. No me lo pensé dos veces y le dije que me llevara. Mi compañero Dani decidió venirse también mientras el resto del grupo nos esperaba en el agua.
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Como fuimos ascendiendo la pared sin mirar hacia abajo, cuando me asomé al vacío maldije mi atrevimiento. Era un salto de unos 11 ó 12 metros. Steve se lanzó primero para que viéramos cómo se hacía y Dani y yo nos quedamos solos allá arriba. Nos miramos y reímos con nerviosismo: » ¿Quién salta primero?«. Con la excusa de querer sacarme una foto durante mi brinco, me dijo que debía saltar yo.
Me asomé, miré y me senté sobre la roca. Volví a levantarme y salté sin pensármelo. La descarga de adrenalina fue brutal y ni siquiera conseguí expulsar un grito que tenía atrapado muy dentro de mí. Entré al agua en la posición de aguja y cuando emergí no podía parar de gritar y reir. ¡Qué sensación más espectacular!. Sólo quería subir de nuevo y repetir.
Observé a Dani desde abajo y me reí de su cara de velocidad. Cuando nos hubimos reunido todos seguimos la ruta. Llegaron algunas escaladas más; saltos de 1,4 y 6 metros, con poca dificultad técnica pero realmente divertidos; tramos cortos en los que nadábamos y más lavadoras y entradas a la roca. Es todo realmente sencillo si recuerdas que siempre deben ir los pies por delante cuando te acercas a la roca y tienes una leve preparación física.
Steve, que esa misma tarde llevaría a un grupo a hacer kayak y venía de pasar su fin de semana libre escalando en las montañas, nos animaba y aconsejaba a todos sin perder la sonrisa y el buen humor ni un solo momento. Así da gusto.
Tras algo más de hora y media subimos un pequeño peñasco de roca y alcanzamos un prado. La postal que se nos ofrecía era preciosa, con los afilados acantilados entrando en el oscuro mar de Irlanda y el verde enmarcando todo.
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Estábamos exhaustos pero había valido la pena. Me habría gustado que la actividad durara un par de horas más pero me contenté con prometerle a Steve que me volvería a ver por allí en cuanto tuviera ocasión. Admirando su determinación y dureza, entendí por qué los romanos encontraron tantos problemas al conquistar a los bravos galeses.