La ciudad de Popayán fue una de las muchas gratas sorpresas que encontré en la maravillosa Colombia.
No tenía planeado ni siquiera pasar una noche en ella de antemano porque por el mapa que tenía en la guía, la distancia entre Pasto y San Agustín -mi destino a corto plazo donde quería visitar el monumental parque lleno de esculturas de la época precolombina- parecía totalmente cubrible en un solo día si salía pronto por la mañana. Me confié demasiado porque Popayán y San Agustín sólo están conectadas por dos o tres servicios al día que cubren menos de 150 kilómetros… ¡¡¡En unas 7 horas!!!. Ya os hablaré de esta ruta en el siguiente artículo porque es para contarla.
Tomé el bus -unos 25.000 pesos el billete- que salía de la terminal de Pasto a eso de las 11 de la mañana. La verdad es que el trayecto se me hizo largo e incluyó una parada para comer en un restaurante de carretera que te servían un menú con sopa con fundamento y el típico plato combinado de pollo, arroz y ensalada con frijoles que puedes comer en todo el país. Todo aderezado con una tele con conexión satélite en la que me tragué el final del partido de Champions entre Arsenal y Manchester. Un lujo.
Para cuando llegué a Popayán eran las 5 de la tarde y me ofrecieron la posibilidad de viajar a San Agustín en la furgoneta de las 6. Pasé del tema cuando me dijeron que la carretera era un sinfín de baches en medio de la jungla y la montaña y la hora de llegada estimada era la 1.30 de la mañana. Ni de coña.
Así que me pillé un taxi y para el centro. El hostal lo miré en la guía que me había regalado mi amigo francés que ya estaría trabajando de vuelta como vigilante de un castillo en Francia o algo por el estilo. ¡Qué gran tipo este Leo!. Por 12.000 pesos compartí habitación con 5 personas cerca del centro. La verdad es que era muy cutre el lugar y la ducha apenas tenía agua caliente media hora al día, pero para una noche sobra.
Dejé las cosas y salí a ver el lugar antes de anocheciera.
Popayán es una ciudad muy joven y viva. Se ve en cuanto sales a la calle y ves que el centro histórico está lleno de negocios de internet, fotocopias, academias universitarias y baretos baratos. Es la ciudad universitaria por excelencia del Suroeste de Colombia.
Todo el centro tiene un aire colonial intenso que no veía desde Cuenca o Quito, en Ecuador. Los edificios son de color blanco con sus balconadas de madera oscura y sus macetas dándole algo de colorido. Se mezclan sedes del poder público con pequeños negocios, bares, hoteles, hostales, estatuas que recuerdan a conquistadores y libertadores y, cómo no, iglesias.
El aire de la tarde era fresco a pesar de estar ya en el Hemisferio Norte y haber entrado en el mes de Mayo. Se respiraba bien.
Me dí una vuelta a mi bola, con las manos en los bolsillos y observando todo, pero sobre todo a las gentes. Me encanta quedarme mirando a la gente de lugares que desconozco, e incluso algunos que conozco.
Para los que gusten de visitas culturales, comentarles que pueden ver el museo del Oro y un gran número de iglesias como la catedral de Nuestra Señora de la Asunción y el convento de San Agustín. El parque Caldas es uno de los símbolos del centro histórico de Popayán, considerado por algunos como el mejor conservado de Colombia y unos de los más bellos de América Latina.
Tras una horita vagabundeando me dirigí al morro -o colina-del Tulcán que me había comentado el taxista que me trajo desde la estación de buses. El tío tenía razón: el atardecer en un día claro desde lo alto del morro, es como los anuncios de la masterjarrrllll (no quiero hacer publicidad gratuita): no tienen precio.
La colina se encuentra pegada al mismo centro y se asciende con un paseito de 10 minutos. Grupos de chavales y chavalas universitarias conversaban, fumaban y se tomaban alguna cervecita salpicando el verde del césped de las faldas del morro. Con mis pantalones multibolsillos y el polo Quechuarrlll (sigo sin hacer propaganda) un chaval que iba con su perro y vendía figuritas hechas con alambre me debió identificar como guiri y se vino a hablar conmigo y, de paso, venderme una escultura alámbrica. Muy majete el tío, le compré un perro de alambre que no ladra y no se caga, así que mejor que los reales.
Después me senté cerca en uno de los laterales, cerca de la cima, y me quedé a ver como el Sol se ocultaba por las montañas del Oeste, tiñendo todo de naranja primero y violeta después. La vista desde allí hizo que me diera cuenta de la particular belleza de la ciudad que estaba contemplando. El centro de Popayán me recordó a esas postales de ciudades italianas en las que se muestran fotos aéreas donde ves tejados marrones o rosados y multitud de cúpulas y edificios bonitos. La armonía del conjunto bajo la luz del atardecer era perfecta. Sin duda, uno de los mejores -el mejor con paisaje urbano- de los que contemplé en los 7 meses de viaje.
Cené algo rápido y pasé el resto de la noche explorando calles y plazas que lucían melancólicas bajo la iluminación anaranjada, en la noche de un Lunes de cualquier semana normal. Pero fue mi único Lunes en esta ciudad, mi único atardecer y mi único paseo en la tranquilidad cómplice de la noche. Al rato me senté en unos de los bancos del Parque Caldas y me puse a escuchar música mientras sólo un par de parejas paseaban ya en la fresca noche.
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La experiencia me dejó muy tentado a pasar de tomar la furgoneta al día siguiente hacia San Agustín y pasar un par de días más en el lugar. Pero los escasos días que me quedaban de viaje y la máxima que dice que a los lugares que te han dejado un recuerdo buenísimo, no debes volver (adaptado a la ocasión, claro), me hicieron levantarme a las 7 para tomar el colectivo de las 8.
Qué grande estar sentado delante de la pantalla del ordenador en el curro -sí, estoy escribiendo este artículo en horario laboral, para que digan que los españoles no somos productivos en el extranjero- y poder cerrar los ojos para trasladarme a esa colina en ese atardecer. ¡Grande Popayán!