Partimos de Alepo en dirección a Palmira. Optamos por la carretera que nos devolvía a Homs ya que, nuestra primera opción, adentrarnos por el desierto realizando un triángulo por Siria nos parecía demasiado aventurado para visitar, a su vez, las ruinas de Palmira el mismo día.
Nos costó un buen rato encontrar el desvío de Homs a Palmira. Los desvíos en Siria acostumbran a colocarse a un par de metros de distancia del mismo desvío y el caos en la carretera tampoco ayuda a la concentración. Una vez encontramos la señalización y conseguimos introducirnos en el desvío correcto, una carretera secundaria plagada de camiones nos llevó hasta las ruinas romanas de Palmira.
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Las ruinas de Palmira se encuentran en un lugar privilegiado en medio del desierto y a las puertas de un gran oasis. El complejo de Palmira, sin mucha foto por en medio, puede verse en tres horas.
También merece la pena subir a la ciudadela donde se goza de vistas maravillosas del valle, las ruinas y el oasis al fondo con algún lago.
La ciudad de Palmira era la capital del reino nabateo cuya reina, Zenobia, luchó valientemente en el siglo III d.C. frente a los romanos pero acabó pidiendo auxilio al imperio persa. Los romanos pasaron a dominar la zona y hoy en día podemos contemplar una impresionante procesión de columnas y templos e incluso un anfiteatro bien conservado.
El lugar es patrimonio de la humanidad por la Unesco y muchos tours vienen de Damasco para realizar visitas diarias.
En la población de Palmira -se encuentra en medio del desierto y tiene toda la pinta que nació gracias al turismo- hay un par de calles con hoteles y restaurantes. En diciembre es una ciudad fantasma donde apenas puede verse gente por la calle.
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Eso sí, nos comimos un estupendo pollo macerado con comino en un restaurante local por apenas dos euros que nos sentó de maravilla.