La naturaleza es una fuerza imposible de desafiar y a la que hay que respetar siempre. En ocasiones castiga nuestras imprudencias pero, si la tratas bien, siempre te recompensará más pronto que tarde. Y ésto, precisamente, fue lo que me ocurrió hace unas semanas en los bosques mediterráneos de Turquía. En el corto espacio de doce horas pude experimentar la cara y la cruz de la vida al aire libre.
Había partido una mañana de Martes desde la costera población turca de Fethiye. Mi plan era seguir la antigua Ruta Licia –señalada como uno de los mejores 10 trekkings del Mundo y de la que os hablaré en otro artículo de manera más extensa- hasta que mis piernas aguantasen y quisiera tomar un Dolmus -microbús que hace las veces de transporte público barato en Turquía- de vuelta al punto de salida.
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Sobre las 3.30 de la tarde, me encontraba en un mirador natural que me ofrecía un paisaje de impresionante belleza. Rodeado de laderas cubiertas por un manto verde de pinos, frente a mí se abría una caída de varios cientos de metros para morir en unas aguas mediterráneas que nada tenían que envidiar a las postales más idílicas del Caribe. Distintas tonalidades de azules habían atraído a una decena de veleros que descansaban fondeados en las múltiples calas de ensueño. Quedé absorto ante tal imagen y comprobé que, justo en ese punto, había un espacio llano para acampar. Sin embargo, era aún demasiado pronto y me quedaban unas tres horas de luz.
Continué la marcha fijándome como objetivo alacanzar la famosa Laguna Azul de Ölüdeniz. A ella llegué una hora más tarde. Aunque el lugar era también bonito, no me gustó la idea de pasar allí la noche por la proximidad de la civilización -multitud de resorts ocupados por ingleses- y las botellas vacías que aparecían esparcidas por el césped de la zona de acampada. El calor había apretado durante toda la jornada y apenas me quedaba agua. Tampoco fuerzas. Sopesé la opción de regresar al lugar que tanto me había gustado -lo cual implicaba una importante subida- y decidí hacerlo.
Forcé la marcha en la subida y los chorros de sudor recorrían cada rincón de mi cuerpo. La mochila se hacía más pesada a cada paso y mi mirada se perdía en el cielo cuando caía sentado para descansar un poco. Fue así como vi que unas nubes oscuras se encaramaban sobre la montaña desde el lado opuesto. Escuché los primeros truenos. Parecían lejanos.
Llegué al lugar escogido con el tiempo justo de tomar un par de fotos y montar la tienda de campaña antes de que me sorprendiera la oscuridad. Las nubes negras comenzaban a hacerse dueñas del cielo también a este lado y los truenos se escuchaban cada vez más cercanos. Me apuré.
No podía haber ido más justo de tiempo. En cuanto me metí en la tienda comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia. La había colocado a menos de 2 metros del precipicio pero el suelo me parecía tener la suficiente capacidad de drenaje como para no arrastrar las piquetas que había clavado profundamente. Pero no fue la lluvia la que acabó haciendo que pasara una de las peores horas de mi vida.
La tormenta se fue desarrollando de manera bestial. Dentro de la tienda -y del saco- veía el destello amortiguado de los rayos en intervalos de no más de dos segundos. Los truenos sonaban tan cercanos que pensé que me había teletransportado a mi querida casa en Alicante, en la época de las Hogueras (las fiestas de la ciudad). Era una auténtica mascletà.
Estaba completamente solo. La batería del móvil murió y maldije no haberme llevado una verdadera linterna. Los rayos parecían barrer todas las montañas de alrededor por la fuerza con la que sonaban unos truenos cuya onda expansiva se empezaba a notar. No sabía qué hacer y me vino a la mente la imagen de una cabaña de piedra por la que había pasado unos quince minutos antes de llegar a ese lugar maldito.
Me vestí de nuevo, puse en la mochila las cosas imprescindibles y me dispuse a salir a la oscuridad con la esperanza de poder guiarme con la ayuda del resplandor de los rayos. Pensé que esa opción era mejor que esperar a que algún rayo alcanzara la tienda.
Cuando salí me quise morir. Aquello era un auténtico infierno. La lluvia arreciaba, pero eso no era lo peor. Los rayos caían constantemente y en todas partes. Miré, petrificado, hacia la senda que debía recorrer y allá, un poco más arriba, vi como un rayo parecía impactar sobre una roca. No había más de trescientos metros, en línea recta, entre el lugar del impacto y un servidor. Sentí puro miedo. Saltaba sin poder controlarme cuando el trueno parecía empujarme a un lado.
Entonces me dí cuenta de que caminar a oscuras por esa senda era una auténtica locura y quizá aún más lotería que quedarme en la tienda de campaña. Volví a entrar, me metí dentro del saco y me cubrí la cara con una toalla. No quería ni ver lo que pasaba. Pero lo oía todo. Comencé a rezar.
Pasé así más de una hora de reloj, aunque me parecieron muchas más.
Cuando por fin las nubes decidieron mudarse al ancho mar, no cabía en mí de felicidad.
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Con toda la exaltación esa noche no conseguí dormir casi nada y a las 6 de la mañana, con las primeras luces, salí de la tienda y me puse a recoger. Estaba sediento tras no tener ni una sola gota de agua para pasar la noche y quería llegar lo antes posible a la zona de la Laguna Azul. Cuando la alcancé fue una bendición. Compré agua fresca en una tienda y engullí un litro como si no hubiera un mañana. Después me encaminé hacia la única orilla de la laguna que no está ocupada por resorts y clubs de playa y me quité toda mi ropa cochambrosa y sucia para darme un baño reparador en aquellas preciosas aguas.
La temperatura era perfecta -casi 25 grados- y el agua fresca hizo que comenzara a olvidar la pesadilla de la noche anterior. Al ser tan temprano, aún no me acompañaba ningún turista en la laguna. Era toda para mí… Y para un viejo pescador que iba impulsándose a golpe de remo en su pequeña barca de madera. Se me acercó mientras yo sumergía mis pantalones y camiseta en el agua salada. Me saludó en turco -un clásico cada día en este país donde parezco uno de ellos- y cambió a un inglés muy básico cuando vio que no entendía ni una palabra de su idioma. Me contó que pescaba allí una vez a la semana y que aquella tienda de campaña que veía en la orilla era la suya. Después me preguntó qué hacía por allí y me dijo que era raro ver a gente en ese lado de la Laguna, que los ingleses sólo venían a emborracharse en sus resorts y tirarse en parapente desde la montaña. Me gustó oir eso.
Disfruté de un baño que duró más de hora y media. Nadaba solo, escuchando el canto de los pájaros y regocijándome en los vivos colores del agua y el bosque que lucían esplendorosos bajo el imponente Sol.
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La noche anterior parecía no haber ocurrido nunca. Una pesadilla provocada por la naturaleza y lavada por ella misma tan sólo unas horas más tarde.