A pesar de las malas previsiones metereológicas que profetizaba la tele de mi habitación de hotel la noche anterior, un Sol radiante imperaba en el cielo azul en la mañana del pasado Domingo. Era el día en el que me iniciaría en el mundo de la navegación a vela ligera y la cosa no podía empezar mejor.
Las calles de la tranquila localidad de Sant Carles de la Ràpita se desperezaban cuando bajaba el Carrer de València en dirección al puerto.
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Para su pequeño tamaño, Sant Carles cuenta con un puerto realmente importante y, no en vano, fue el único de la zona -junto con Barcelona- al que la España de los Austrias concedió licencia para comerciar con las posesiones españolas de ultramar.
El gran Jordi López -mi contacto en la Estació Nàutica de la Ràpita– me recogió con su coche y fuimos al Club Náutico. Allí se nos unió Silvia, una chica que trabaja para el Patronato de la diputación de Tarragona, y conocimos al que sería nuestro patrón y profesor: Joan Barberà, director de la Escuela de Vela del club náutico.
Joan -quien también ejerce de director de la Escola de Vela municipal de Barcelona- nació en Sant Carles, es un auténtico experto en casi todos los deportes náuticos y está enamorado de su tierra. Cuando era niño vagaba por la zona de salinas, nadaba de allí hasta las orillas de la playa del pueblo y exploraba los canales de las lagunas. Ahora que es hombre, sale con su piragua a recorrer esos mismos canales y las aguas tranquilas de la bahía antes de ir a trabajar. Bonitos flamencos de cuerpo esbelto y plumaje rosado le acompañan en sus travesías. Así es la vida en las tierras que rodean a Sant Carles: contacto total con la naturaleza.
Subimos a la cubierta del velero 570 pasadas las 11 de la mañana. Aunque soy un gran desconocedor del mundo de la vela, al menos sí acerté el hecho de que lo de 570 viene dado por la distancia que hay entre la popa y la proa del barco: 5,70 metros. Es decir, la eslora.
Joan montó la botavara e izamos la vela principal. Después la pequeña y salimos de puerto.
El viento no era excesivo, pero sí suficiente para avanzar a una velocidad que superaba mis expectativas iniciales. El calor del Sol dejó de notarse, aliviado por la brisa marina que golpeaba con fuerza nuestros cuerpos. Joan, al timón, nos dirigía hacia las mejilloneras cercanas a la costa mientras nos iba explicando el funcionamiento de las cuerdas que se extendían por cubierta y las características de las dos velas que llevábamos desplegadas.
Mi cerebro intentaba absorber las explicaciones de Joan: sotavento, barlovento, la función estabilizadora de la orza, en qué posición situar el velero dependiendo de la dirección del viento, ceñir… Y, de repente, el lado izquierdo (babor) del barco deja de tocar el agua y comienza a levantarse para sobresalto inicial del personal novato. Ya le habíamos dicho a Joan que queríamos que nos metiese caña. ¡Y caña nos iba a dar!.
El timón pasó a Jordi que nos llevó en paralelo a los muelles que contienen las mejilloneras, ancladas en el mar.
El lugar es una zona óptima para la cría del mejillón y la ostra debido a la gran cantidad de nutrientes que tiene el agua que proviene del río Ebro. Las aguas del delta entran en contacto con el mar y crean un paraíso floral y alimenticio para multitud de especies marinas.
A lo lejos, muy cerca de los juncos de la orilla -donde comienzan los canales-, un grupo de flamencos removía con sus patas, para picotear después en busca de comida, el fangoso fondo marino.
Fui yo el que cogió el timón para meter el 570 entre las mejilloneras y acercarnos algo más a la costa. Controlar el rumbo exigía algo más de esfuerzo físico cuando cogíamos una buena racha de viento. Volvimos a poner el barco de lado en varias ocasiones y durante el trayecto de vuelta conseguí aprender -o quizá fuera la casualidad- a mantenerlo así. Muy buena la imagen de mis novatos compañeros de travesía haciendo contrapeso sacando la mitad superior de su cuerpo fuera del barco y Joan, como Pedro por su casa, subido a la proa mientras nos retrataba con su I Phone, cogido a la vela más pequeña.
Pasamos cerca de la Torre de Sant Joan que data del siglo XVI y servía para defender de los piratas a las embarcaciones que operaban en esa zona de la costa. Justo enfrente nuestra, en la lejanía, veíamos cometas grandes y de colores vistosos surcar los cielos. Eran los amantes del kite surf que disfrutaban de su deporte favorito en la playa del Trabucador, una preciosa franja de arena casi virgen que divide el mar abierto de las aguas tranquilas del interior de la bahía.
Joan nos debió ver medio bien en el manejo porque decidió izar una tercera vela -de gran tamaño- para conseguir mayor potencia en nuestro tramo final. De nuevo llegaron las inclinaciones, los gritos de excitación y las risas nerviosas. ¡Nunca pensé que la vela pudiera ser también un deporte donde descargaras adrenalina!.
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Eran casi las 2 de la tarde cuando el dios Eolo decidió dejarnos un poco de lado y nos aproximábamos a puerto muy lentamente. Comenzaba a hacerse tarde para asistir a la comida que teníamos programada así que hicimos un poco de trampas utilizando un pequeño motor para cubrir la corta distancia que nos separaba de nuestro punto de amarre. Eso sí, Silvia fue la encargada de realizar el “aparcamiento” sin la ayuda del motor, utilizando de nuevo el viento.
Era el final de nuestro bautismo de vela. Me parece un deporte muy bonito, apto para todos los públicos y con el que comulgas con el mar y el viento de una manera muy especial.
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Joan nos despedía en el muelle y cada uno partía con su corazón inflamado por nuevas experiencias e historias. Yo había conseguido prender la llama del sueño de la exploración de mi querida África en él y, por otro lado, me marchaba pensando en lo que sería surcar los mares del mundo en un velero.