Etiopía en bruto: cruzando el lago Tana en ferry (Parte 2)

Foto (C) David Escribano
Foto (C) David Escribano

Os continuo relatando la que fue una de las experiencias que más me llenó durante mi viaje de un mes por Etiopía: cruzar el lago Tana en un ferry que se caía a pedazos.

El sol comenzaba a pegar fuerte cuando nuestro cascajo de hierro hacía las maniobras para reposar un rato en el muelle de Zege. Teníamos veinte minutos para estirar las piernas y dar una vuelta por los alrededores mientras la tripulación procedía a descargar algunas mercancías y subir otras más. Cuando estaba dispuesto a cruzar la pasarela para bajar a tierra escuché una voz que gritaba: “¡Daviddddd!”. Me quedé sorprendido y busqué con la mirada a la persona que parecía llamarme.

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Allí, entre la veintena de personas que esperaban en el muelle, se encontraba mi buen amigo Yohannes.

Había conocido a Yohannes el día anterior. Como ya os conté, el ferry salía, normalmente, cada domingo desde el puerto de Bahir Dar, pero esa semana tuvo lugar una festividad religiosa y no salió. Por ello, después de mi infructuoso viaje al muelle de Bahir Dar a las 7 de la mañana del domingo pensé en qué podía hacer con ese día que tendría que esperar en la ciudad.

Una de las islas del Tana Foto (C) David Escribano
Una de las islas del Tana Foto (C) David Escribano

Finalmente decidí ir a la península de Zege, donde había una bonita iglesia ortodoxa con siglos de antigüedad y un bonito bosque que arropaba las orillas del lago Tana. En la minúscula aldea de Zege, con su calle de arena roja, había varios chicos que se ofrecieron a ser mi guía para esa jornada. Yo tenía ganas de pasar un día solo, a mi bola completamente, y rechacé amablemente todos los ofrecimientos de los chicos. Sin embargo, Yohannes fue bastante insistente al ver que yo podía hablar alguna palabra de amárico y los rechazaba con cierta simpatía. No me acompañó pero me dejó caer que, en unos minutos, tendría que irse a casa por el mismo camino que yo.

Unos diez minutos más tarde me alcanzaba por el sendero y pasamos un día estupendo juntos. Él estaba estudiando para ser sacerdote. La historia completa la contaré en otro artículo dedicado a ese día en Zege.

Cuando me despedí de él aquel domingo le dije que al día siguiente tomaría el ferry que cruza el Tana. Dijo que me estaría esperando en el muelle durante la parada que tendría allí. Yohannes, como casi todos los etíopes que tuve la fortuna de conocer en mi viaje, cumplió su palabra.

Tuve el tiempo justo para saludarle y sentarme con él un rato en las rocas de la orilla del Tana. Todo el mundo nos observaba con cara de sorpresa. Nadie podía imaginar cómo yo tenía un amigo en Zege. Nos reímos recordando nuestro paseo del día anterior y le comenté cómo estaba yendo el viaje en el barco hasta el momento.

El paisaje de Ereydbir Foto (C) David Escribano
El paisaje de Ereydbir Foto (C) David Escribano

Me despedí de él con un abrazo y reiterándole que le escribiría el email prometido. Mientras escribo estas líneas me maldigo por no haberlo hecho aún. Prometo hacerlo en cuanto tenga conexión a internet (es lo que tiene encontrar la inspiración mientras escuchas música en un tren al norte).

Subí al ferry y mis compañeros de viaje volvieron a arremolinarse a mi alrededor. Los más pequeños me cosían a preguntas sobre Yohannes pero, por su precario inglés y mi ínfimo amárico, no pude entender mucho más allá de las cuestiones más básicas: “¿De qué lo conocías?. ¿Quién era?”. Intenté explicarme pero, ante mi incapacidad para hacerlo en su lengua, el interés fue decayendo mientas nuestro cascajo de hierro se adentraba de nuevo en las aguas de aquel místico lago que esconde suficientes leyendas para escribir un libro entero.

Cuando me dejaron tranquilo me quedé embobado, contemplando las verdosas e impenetrables aguas del Tana. Me preguntaba qué le depararía el futuro a Yohannes. ¿Conseguiría llegar a monje de la iglesia de Zege?. ¿Acabaría estudiando medicina (su segunda vocación) y dejando su pueblo para buscar suerte en una ciudad de mayor tamaño?… ¿Le volvería a ver en mi vida?. Imagino que no. Es lo que suele pasar en los viajes a tierras tan lejanas y duras. Conoces gente con una historia vital diferente y apasionante y debes aprovechar los momentos con ellos al máximo, porque sabes que, casi con total certeza, éstos serán los únicos que compartáis en esta vida.

Mi mirada perdida se centró entonces en un pescador que faenaba en el hayk (el fonema amárico para lago). Estaba pescando con sedal y parecía poner más atención en nuestra embarcación que en su cometido. Cuando reparó en aquel faranji (como llaman allí al hombre blanco) en cubierta, levantó la mano que tenía libre y me saludó. Le devolví el ademán maravillándome una vez más de la hospitalidad de aquellas gentes. Él me sonrió mostrando una dentadura de color marfil perfectamente alineada.

Niños de la aldea Foto (C) David Escribano
Niños de la aldea Foto (C) David Escribano

Quedaban unas tres de horas para llegar a nuestra segunda parada del día. Fui matando el tiempo con risas con los chavales, fotos aquí y allá y paseos por cubierta. Llevaba ya unas horas a bordo y seguía siendo el centro de todas las miradas. El sentimiento de novedad acabaría por no pasarse en todo el viaje.

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Cuando llegamos a Ereydbir bajamos a un muelle enano donde varias decenas de personas se agolpaban portando sus cajas de madera rebosantes de mangos. El olor de la rica fruta era totalmente anulado por el hedor que despedían unos peces secados al sol. Es un alimento que ya vi también en Mozambique pero reconozco que, con semejante olor, no me acaba de atraer lo más mínimo.

Bajamos todos a tierra porque esta vez tendríamos una hora para disfrutar del lugar. Conseguí pasar medio desapercibido durante unos metros pero en cuanto dejé el muelle y enfilé un camino rural sombreado por grandes árboles fui descubierto por una horda de niños. Se me acercaron a la carrera, chillando y riendo. Y así comenzó el festival.

Me rodearon y no dejaron de mirarme con esos ojos enormes, preciosos, oscuros como sus pieles, expresivos, amistosos y pícaros. Ojos iluminados por la luz africana. Una luz arcaica y poderosa que confiere una energía varias veces superior a la que recibimos en nuestros países del llamado primer mundo. Repartí entre ellos los chicles y galletas que me quedaban. Comenzaron a bailar sobre el verde pasto y me pidieron que les grabara con mi cámara. Después llegaban las risas cuando se veían en la pantalla LCD.

Foto (C) David Escribano
Foto (C) David Escribano

El lugar no parecía una aldea propiamente dicha. La isla estaba habitada por agricultores y ganaderos cuyas casas de paja y madera aparecían diseminadas sobre un mosaico de verde, rojo y azul. Césped, tierra y agua se mezclaban en una bella armonía a la sombra de grandes árboles. El ganado pastaba aquí y allá, tranquilo, con la actitud del que sabe que no se va a poder acabar en su vida toda esa comida que crece bajo sus pies como por arte de magia.

Pasados tres cuartos de hora, me encaminé de nuevo hacia el muelle y esperé sentado junto a jóvenes y viejos… Y mis niños, por supuesto. Aquí el ambiente llegó a ser totalmente festivo cuando les enseñé a todos algunas canciones en español y comencé a usar mi amárico, que mejoraba a cada hora con la ayuda de los pasajeros del ferry.

Cuando el barco estuvo listo para partir, el capitán empezó a llamar a gritos a todo el mundo (aquí no existen bocinas, pitos y demás) y volvimos a nuestros duros bancos de madera. Me levanté para despedirme de las gentes de Ereydbir desde la barandilla del ferry. Nos dirigíamos a nuestra última parada del día, Konzula. Allí dormiríamos. El viajero anglosajón que había realizado este mismo recorrido y lo había narrado en mi guía de viaje, comentaba sobre Konzula que el factor “hordas de niños que te siguen” era totalmente exagerado. Según él, nunca había vivido algo así. No sabía si debía sentir excitación o hartazgo ante tal expectativa. Por el momento tenía un sentimiento claro y fuerte: felicidad.

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