Tras un día de caminata por los bosques cercanos a Dodola, por fin llegó el merecido descanso, arropado bajo las gruesas mantas que formaban parte del equipamiento de la cabaña de madera – made in Germany – a la que habíamos llegado un par de horas antes del atardecer.
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A pesar de encontrarme realmente cansado, no conseguía dormirme. Realmente no hacía falta cerrar los ojos para quedarte en la completa oscuridad. Los postes de las ventanas estaban cerrados a cal y canto y no entraba ni un rayo de luz en la habitación.
En lugar de ponerme a contar ovejas o burros (más comunes en esta zona) me concentré en el constante repiqueteo del agua de lluvia al caer sobre el tejado de latón. El soniquete constante unido a esa sensación extra de comodidad que uno siente cuando llueve fuera y te encuentras calentito y a gusto en el interior de una casa, hizo que cayera dormido en pocos minutos.
Cuando Samuel abrió la puerta de mi habitación aún era de noche fuera.
Tanteé aquí y allá en la oscuridad para buscar mis maltrechos pantalones de trekking y vestirme. La verdad es que mejor que estuviera oscuro porque mi vestimenta daba bastante pena. Mi polar había pasado demasiadas aventuras durante demasiados años y mis pantalones, agujereados en varios sitios, me colgaban holgados en la cintura, debido a que se me habían roto el cinturón y el botón, y había perdido varios kilos desde mi llegada a Etiopía.
Encendimos un quinqué para desayunar con algo de luz. De nuevo, el abuelo de la tarde anterior apareció para encendernos el hornillo, poner a hervir algo de agua y echar un par de sobres de noodles que habíamos traído. La conversación era escasa. Lo habitual a esas horas del día, sobre todo cuando no se habla el mismo idioma.
De pronto, el hombre señaló mi cintura y vio que llevaba una cuerda improvisada como cinturón.Le expliqué por señas que el anterior se me había roto el día anterior y lo había dejado en un rincón de la cabaña. El hombre se levantó, cogió el cinturón roto y desapareció de la cabaña sin decir nada.
Desayunamos tranquilamente mientras amanecía fuera. Después preparamos nuestras mochilas y salimos a respirar el aire de la mañana. El cielo estaba diáfano y auguraba una jornada soleada donde el calor podría apretar. Lo prefería así. El camino era fácil, descendiendo de nuevo hacia la ciudad de Dodola y el sol lograría sacar el brillo de los colores del bosque que debíamos cruzar.
Justo antes de marcharnos, el abuelo vino a vernos. En su mano llevaba una especie de cinta colorida.
El hombre había quemado algunos agujeros en la cinta y le había añadido la hebilla de mi anterior cinturón. El resultado me gustó mucho más que el que llevaba anteriormente y se lo agradecí mucho.
Nos despedimos de aquel hombre y su familia, le dejamos algo de propina y toda la comida que nos había sobrado, y comenzamos nuestro descenso de regreso a Dodola.
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Samuel, a petición mía, eligió una ruta distinta a la que habíamos utilizado en el camino de ida. Al poco de iniciar la caminata, llegamos a una zona donde el bosque se abría y daba paso a unos terrenos verdes donde un par de caballos pastaban entre arbustos coloridos y pequeños árboles dispersos.
La imagen, iluminada por un Sol que campeaba en un cielo sin nubes, era idílica. Me quedé un rato allí, sentado contemplando aquella estampa, intentando retenerla para siempre en la memoria. La quietud era total y tan sólo se oía el canto de algún pájaro de forma ocasional.
Continuamos nuestro descenso y regresamos a las sendas del bosque. El Sol ya estaba algo más alto y se agradecía las frescas sombras que nos prestaban los árboles. No éramos los únicos que se alegraban de que existieran esos altos y esbeltos árboles.
Primero escuchamos el ruido de las ramas pero no conseguimos ver nada. Después, permaneciendo quietos y atentos, vimos más movimientos y una figura de pelaje blanco y negro que se movía.
Los monos Guerezza campan a sus anchas por los bosques de Dodola. Su pelaje recuerda a la de los osos panda y son de tamaño mediano. Son muchos los que se pueden observar en esta zona.
Intenté captar con la cámara a algunos de ellos pero me fue imposible, al estar siempre bien cubiertos por las ramas y encontrarse en los extremos superiores de tan altos árboles.
Proseguimos nuestro camino. No nos cruzamos con nadie salvo con un grupo de chiquillos y chiquillas que cogían moras de un gran arbusto.
Al cabo de un par de horas desembocamos de nuevo en el pedregoso camino principal que nos devolvería directamente a Dodola. Allí estaban de nuevo los conductores de tuk-tuk para ofrecernos llevarnos a la ciudad. Rechazamos sus servicios amablemente y paramos a comernos unos plátanos a la sombra de un gran árbol.
La última etapa, bajo el sol y rodeando la entrada del pueblo, se me hizo un poco larga. Aquí el flujo de gente ya era mayor y no había donde cobijarse del duro sol del mediodía.
Cuando llegué a la calle principal de Dodola, tenía los pies algo doloridos y moría por beber algo fresco. Fui directo al hotel donde había dejado el resto de mis cosas en custodia y repuse algo de fuerzas antes de salir a buscar una furgoneta que me devolviese a Shashemene.
La caótica Dodola me hacía añorar los bosques de los que venía y pensé que fue una pena no disponer de más días para poder realizar el circuito completo. Os aconsejo que no cometáis el mismo error y disfrutéis de, al menos, 3 ó 4 días de trekking por estas tierras.