Hace unos 5 años mi amigo Pablo me brindó la oportunidad de asistir a un gran espectáculo de todos menos de fútbol en Mendoza, Argentina, cuando me llevó a ver el derby Boca Juniors contra River Plate en el torneo de verano que allá tenía lugar.
Mi amigo uruguayo Diego y su familia consiguieron que pudiera vivir una experiencia similar en Montevideo consiguiéndome entradas para el partido de Liga Uruguaya entre los dos equipos con más tradición en la capital y el país: Nacional y Peñarol; un auténtico clásico de fútbol en Montevideo. Además no se trataba de un partido cualquiera porque Nacional se jugaba sus posibilidades para ganar el campeonato de Apertura y necesitaba los tres puntos.
Recién llegado de una paliza de 20 horas de bus desde Florianópolis, conseguí dormir unas horas y reunir algo de fuerzas que me permitieran salir al calor agobiante que barría la capital uruguaya a las 4 de la tarde. Andrés, hermano de Diego y mejor persona, se venía a mostrarme un espectáculo de gran pasión, poco fútbol y, desgraciadamente, bastante violencia.
Llegamos al estadio de incógnito -es peligroso vestir la camiseta del Nacional ya que los hinchas de Peñarol son bastante violentos- y fuimos directos a la grada popular de Nacional. Diego y Andrés son hinchas de ese equipo -lo siento Quilla- con lo cual no tuve elección en cuanto a los colores que iba a apoyar aquella tarde. Las estadísticas de los últimos años eran adversas: Nacional no ganaba a Peñarol en Liga desde hacía casi cuatro años. Pero bueno, lo mismo pasaba con River cuando le serví de talismán para derrotar a Boca en Mendoza.
A pesar del calor reinante, la gente comenzó fuerte el partido y los cánticos, botes y gritos se sucedían sin dejar un instante a la tranquilidad. El partido era tan pésimo que llegué a plantearme el traer a mis amigos irlandeses al país e intentar ganar la Liga. ¡Y mira que nosotros somos mataos!
Es gracioso ver a glorias pasadas como el Petete Correa -con casi 500 kilos de peso, bragado, de la ganadería de los Correa- arrastrarse por el campo ante el fervor de la afición, pero bueno, tenía la intensidad de los grandes derbis igualmente.
Nuestra grada se volvió loca cuando nos pitaron un penalty -que no fue- a nuestro favor y el pobre Andrés ni siquiera quería mirar cuando el jugador -ni idea de quién fue- ejecutó y marcó la pena máxima. Bengalas, papeles de colores, bufandas al viento… La eclosión de la felicidad en un país que vive el fútbol algo menos que los argentinos pero también casi como religión.
De ahí hasta el final seguimos cantando, botando y sin prestar apenas atención al partido. Cuando llegamos a casa su padre nos comentó que habían aguantado bien con 10 la segunda parte. Andrés y yo nos miramos y dijimos al unísono: Ah, ¿pero expulsaron a alguien?. Tal era el grado de concentración en el partido que mantuvimos.
Al final 1-0 y el talismán David volvió a hacer efecto. A este paso alquilaré mis servicios a equipos desahuciados en todos los derbis del mundo.
La nota triste de la jornada fue la batalla campal que se formó cuando los hinchas del Peñarol pillaron desprevenidos a algunos del Nacional que habían salido antes de que lo indicaran las autoridades. En estos países, primero sale la hinchada del perdedor y luego, cuando la policía lo indica, la del ganador. Demasiada violencia para un fútbol tan malo.
Ahora, a por el siguiente derbi… ¿Alguien sabe cuál es derby clásico de Chile?