La vida está llena de señales.
Llevo despierto desde las 5 de la mañana y, después de dos semanas en Brasil, ya no puedo echar la culpa de ello al jetlag. Ahora ya es mediodía y las nubes siguen ejerciendo un matriarcado absolutista que no deja vislumbrar el cielo azul que me acompañó cada día de los 14 anteriores.
Cuando salgo de mi habitación del hostal Macondo, en Morro de São Paulo, la perra Pipoca – que parió 6 lindos cachorros el día en que llegué – sale disparada a despedirme. Noelia, la simpática dueña de perra y hostal, me desea suerte y nos damos un abrazo. Hemos tenido interesantes charlas durante estos cuatro días en los que estuvimos prácticamente solos. Viajes, planes futuros, la vida en Morro, anécdotas de la vida del viajero… Gran conversadora y mejor persona.
Cuando subo a la barca de Ilha Bela que me llevará a Salvador de Bahía, el mar parece tranquilo. Pero no, el Atlántico me va a despedir con un rugido. Se siente traicionado. Durante estos días me lo dio todo y ahora me marcho por la puerta de atrás. Intento explicarle que quise quedarme más tiempo, que sus aguas bañan lugares que me invitan a emigrar de España y vivirlos intensamente. Pero al Atlántico no le valen las palabras sin hechos.
El viaje lleva 45 minutos más de lo esperado. Además, queriendo evitar algo el mareo y también experimentar más emoción, soy uno de los dos únicos pasajeros que sube al puente de mando del barco. Allí me espera el patrón. Tapándose la cara con un jersey, gafas de sol y gorra, me recuerda al hombre invisible, que se ponía todo aquello para que su interlocutor pudiera saber hacia dónde mirar cuando hablaba.
La travesía es infernalmente emocionante. Las grandes olas maltratan sin tregua a la brincante quilla del barco. Para cuando el patrón me tiende un chubasquero de plástico transparente, ya estoy totalmente mojado. Pero me da igual.
A mi otro (desconocido) compañero de fatigas, tampoco parece preocuparle el tema y nos reímos cada vez que el agua del océano nos baña. Le pregunto al patrón si la cosa va a mejorar y me dice que más adelante hay una zona en la que puede ser que sí… O que empeore. Y resultó salir cruz.
El hábil patrón del barco tuvo que parar el motor en varias ocasiones y vadear las olas prácticamente a la deriva. El perfil de los rascacielos de la vibrante ciudad de Salvador de Bahía (Salvador da Bahía en portugués) parecía no acercarse nunca. Sin embargo, llegamos sanos y salvos.
Me despedí del capitán con un abrazo y un “¡Voçé é un patrão ótimo!” que pareció entender y decidí gastar mis últimos Reales – moneda brasileña – en un buen banquete como celebración por estar vivo.
Después tomé el Elevador Lacerda para ascender hacia el Pelourinho – o Pelou, como se le conoce entre los baianos de Salvador – y llegué a su plaza principal. En ella, algunos turistas se preparaban para presenciar el atardecer. No había nubes bajas y podía ser espectacular. Tan espectacular como el que había presenciado 11 días antes con mis compañeros periodistas españoles… Y bueno, uno mejicano también. La mafia está en todas partes (con cariño, Carlitos).
Esa fue nuestra última tarde juntos y me quedaban 10 días para explorar, en soledad, un par de preciosos lugares naturales del Estado de Bahía.
Salvador de Bahía, una ciudad con alma apasionada
Gracias a Air Europa y la Prefeitura de Salvador de Bahia, junto a mis queridos compañeros había desentrañado los sensuales secretos de la ciudad de Salvador.
Las coloridas casas de Pelou, con ese contraste social tan marcado y la magnífica percusión de Olodum plantando batalla rítmica a las campanas de las muchas iglesias que jalonan el barrio; la naturaleza salvaje de Ilha dos Frades, tanto que sus antiguos habitantes se comían a los desgraciados frailes que allí desembarcaban; la casa de artistas del tamaño de Vinicius y Jorge Amado, enamorados de Salvador; la transformación de los antiguos fuertes de Santa Maria y São Diogo en salas de exposiciones de arte y fotografía; la recuperada línea de costa de Rio Vermelho a Itapuã, donde ahora todos pasean y practican deportes; la sagrada iglesia de Bonfim y la, más sagrada aún, puesta de sol en la playa de Porto de Barra.
Cuando el sol se hundió en el mar aquel día, la gente de la playa dejó de lado la cerveza, el balón, el remo, los aparejos de pesca, el beso a su amante… Y aplaudieron. Una demostración única de agradecimiento a la naturaleza y alegría de vivir. Brasil es así.
Lençois y la Chapada Diamantina
Después llegó el turno a la hermosa Chapada Diamantina. Un lugar mágico donde largos cañones y montañas con forma de mesa son tomados por una densa vegetación que todo lo cubre.
Pincha aquí para hacer tu reserva.
Ríos, pozas, cuevas, paredes de piedra caliza, valles, pájaros, lagartos, una flora muy diversa… Y cascadas. Unas cascadas que nunca se olvidan. Como la de Sossego, recompensa merecida para una caminata dura y tortuosa bajo un sol de justicia.
Y no estuve solo. En las calles empedradas de Lençois conocí a un viajero de esos que uno sabe que se va a quedar en su vida. Michael – o como le llamo yo “O alemão” – es un alemán que decidió tomarse un descanso y recorrer parte de Brasil en 8 semanas. Conectamos desde el primer momento y disfrutamos de buenas cenas, risas, conversaciones, canciones y açaís (una especie de zumo de una fruta tropical, mezclado con granola y banana). Más tarde se nos uniría Sterenn, una simpática francesa multilingüe con gran corazón y pasión.
Playas paradisíacas y vida nocturna en Morro de São Paulo
La despedida fue sentida, pero me esperaba mi última parada del viaje: Morro de São Paulo.
Morro lo tiene todo. Fiesta, naturaleza, paz, lugares románticos, paseos en lancha, actividades acuáticas, tirolina, futvolei… Cada viajero puede elegir qué hacer con sus días allí. Yo lo tenía claro: naturaleza, trekking, mucha playa y algo de relax.
Caminé dos horas y media para embelesarme en una de las playas más remotas de la zona, la Praia do Encanto. Disfruté de mi soledad y ese Atlántico entregado, al que uno nunca debe traicionar.
Haz click para más info y llévate un 5% de descuento.
Y es que el Atlántico no atiende a razones. Si lo hubiera hecho, habría comprendido que yo amo este inmenso país que es Brasil. Su gente, su naturaleza, su alegría, sus vívidos colores, su fiesta, sus vibrantes ciudades, su pasión por todo… Brasil es una joya en la Tierra y el estado de Bahía uno de sus destellos más llamativos. Uno de esos lugares que jamás abandonas del todo, porque cuanto más lo visitas más profunda y firme es la huella que deja en tu corazón.
Por supuesto, mejicano, te incluí para darle un poco de caché al tema. Un abrazo, hermano.
Gran crónica!!! (bueno, aparezco en ella y eso le da más nivel!)
Saludo de uno de los periodistas (el meXicano)