Os hablaba hace unos días sobre la forma de actuar de algunos policías en el magnífico país de Mozambique y prometí que os contaría una anécdota mucho mejor que la que utilicé en ese momento para apoyar mi teoría.
Pues aquí va.
Salvo la noche en Maputo que relaté en aquel artículo, no tuve ningún incidente más con la policía durante toda mi estancia en el Sur del país. Los días pasaban volando en el remanso de tranquilidad que era la pequeña villa costera de Vilanculos. La gente del pueblo nos trataba genial y pasé allí diez días decidiendo, sin prisa alguna, hacia dónde continuar mi camino.
Al final decidí marcharme al Norte del país y para ello tendría que recorrer más de 1500 kilómetros por carretera, repartidos en varias etapas.
Un par de noches antes de marcharme conocí en el hostal –Baobab Beach– playero en el que me alojé a Ophir y Alec. Israelí y americano, fueron las dos oscuras sombras que me acompañaron al mercado de Vilanculos mucho antes del amanecer para coger aquella tartana que nos llevaría dirección norte.
Ophir se convertiría en mi compañero y amigo inseparable durante las seis semanas que aún me quedaban en África, pero aquel día éramos casi dos desconocidos que nos habíamos caído muy bien en una primera toma de contacto durante una cena en el hostal. Alec era un americano muy americano. Con aspecto deportista y limpio, ropa y equipo de marca y nuevo, y ese entusiasmo por todo lo que ocurre alrededor plasmado en una gran cantidad de «awesomes«.
Ophir se venía todo el trayecto conmigo pero Alec nos abandonaría en un pueblo perdido situado en un cruce de carreteras: Inchope. De allí se marcharía a Zimbabwe, donde la gente habla inglés y él podía desenvolverse.
Llegamos a Inchope poco después del mediodía.
Casas bajas se desparramaban aquí y allá sin orden ni concierto. El mismo caos reinaba entre las gentes que se movían por el mercado del lugar. Fue allí donde nos dejó el conductor de nuestra primera tartana del día. Antes de bajarnos nos dijo dónde teníamos que ir para coger la chapa (furgoneta) hacia Caia -en el norte- y la que acercaría a la frontera a Alec.
Nos despedimos de él y caminamos unos metros en la dirección indicada. No llegamos muy lejos.
Dos policías militares -o eso parecían por sus ropas de camuflaje y boina negra- nos dieron el alto esgrimiendo sus Kalashnikovs. Ante tales argumentos, nos quedamos bien quietos. Y así empezó la escena.
Lo primero que hicieron fue pedirnos los pasaportes. La voz cantante la llevaba el más grande de los dos. Era un armario que impondría al mismísimo Chuck Norris. Manoseó los tres pasaportes y paseó su mirada por las mismas páginas una y otra vez, alternando con miradas intimidatorias al personal.
Al ver que cada uno venía de un país -parecía el chiste de «esto es un americano, un israelí y un español que van…»- nos pidió que le explicáramos que hacíamos por allí los tres juntos. Yo era el único que hablaba portugués así que traté de explicarle: éramos simples turistas cuyos caminos se habían cruzado por azar. La explicación no pareció gustarle al agente de la ley porque me espetó un: «Tú eres muy listo«. Acto seguido nos dijo que iban a registrarnos las mochilas de arriba a abajo.
En ese punto un grupo nutrido de curiosos se agolpaba a nuestro alrededor para ver qué ocurría. Los policías se percataron del asunto y los ahuyentaron a base de amenazas y alzar un poco la boca del fusil de asalto. Fue muy efectivo. No querían testigos.
No se quedaron contentos con esto y quisieron llevarnos a la parte trasera de una caseta cercana. Decían que allí podrían inspeccionarnos con tranquilidad. Yo me negué y dejé caer mi mochila en el suelo para, acto seguido, abrir la cremallera. Les dije que miraran lo que quisieran porque no tenía nada que ocultar.
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Mientras el grandullón aceptaba mi invitación y comenzaba a revolverlo todo, el otro se encargaba de la mochila de Alec. Yo, mientras, iba traduciendo todo a Ophir y Alec bajo la mirada sospechosa del armario.
No encontró nada en mi mochila y siguió con la de Ophir. Fue ahí cuando me percaté de que una especie de mango sobresalía de la espalda de la mochila de Ophir. El armario también lo vio y fue lo primero que cogió. Tiró del mango y me quedé perplejo. Era un hacha.
Mi mirada se posó sobre los ojos de Ophir intentando hacerle llegar un claro: « What the fuck…????!!!«. La expresión triunfal que asomó a la cara del armario lo decía todo: Os hemos pillado. Entonces entramos en una discusión de la que sólo había una forma de salir: pagando.
Nos dijo que el hacha era considerada un arma blanca y Ophir necesitaba un permiso para poder llevarla. Mi amigo me explicaba a su vez que la usaba para cortar leña y demás -viajaba durmiendo en tienda de campaña- y que no había tenido problemas en el resto de los países africanos por los que había viajado. Yo traducía todo al armario, que escuchaba mis argumentos como quien oye llover. Necesitábamos un permiso y ellos nos lo podían dar si les acompañábamos a comisaría.
Alec se acercó al grupo y el armario me dijo al oído: «Eu quero um refresco«. Yo le ofrecí comprarle una Coca-Cola o Fanta. Su expresión se endureció: «Um refresco«… «¿Sprite? ¿Laranja?». Al final optó por decirlo en inglés a los tres para ver si mis compañeros eran un poco más avispados que yo. El soborno se había planteado abiertamente.
Hablamos los tres mientras los dos policías nos observaban con el arma en sus manos. El americano era como en las películas: no pagan rescates. Ophir y yo hablábamos ya de cantidades porque teníamos claro que no había otra manera de salir de allí pero Alec seguía protestando, cosa que ignoramos absolutamente.
Y entonces ocurrió el milagro. De la nada apareció un hombre menudo con bigote y vestido con el uniforme azul de la policía. Se acercó al armario y le dijo: «¿Qué haces?. Son turistas. ¿Tienen los papeles en regla? ¡No puedes abrirles las bolsas!«.
Aunque no lo parecía por el aspecto, resultó que aquel ángel caído del cielo tenía más rango o poder que el armario. Le arrebató los pasaportes de su manaza, comprobó que todo estaba en orden y nos los devolvió. El armario protestó esgrimiendo la razón del hacha, pero no le sirvió de nada.
Yo aproveché la confusión para pedir al policía si podía acompañarnos hasta la parada de la chapa. El armario, sospechando que podía estar chivándome de lo ocurrido, se acercó a preguntarme qué le estaba diciendo al policía y le dije la verdad.
Aquel amable hombre nos acompañó y se aseguró de que nos marchábamos en nuestro transporte. Pienso que le avisó alguno de los mirones que habían sido desalojados por los policías corruptos, pero eso nunca lo sabré.
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Al final todo quedó en una anécdota más de las muchas que llevo en mi mochila. Lo más duro fue saber, a posteriori, que el bueno de Ophir llevaba un poco de marihuana para consumo propio en su mochila, escondida en una caja de cerillas. Le hice tirarla y nunca más viajó con droga por Mozambique. Éso sí que podría habernos traído problemas muy graves. ¡Nunca lo hagáis!.