Cuando, a las 6.20 am, embarqué en el avión que me llevaría de Barcelona a Bilbao, ya sabía que, ese día, aquella no sería la única vez que iba a volar. Sin embargo, la segunda vez que tendría una vista aérea de los verdes bosques de la comarca vasca de Uribe, su escarpada costa esculpida por puñetazos de gigantes y los embates del indómito Mar Cantábrico, no sería a través de la pequeña y empañada ventanilla de un avión. Era el día de mi bautismo de fuego en el mundo del parapente.
Tan sólo una semana antes me encontraba en Oludéniz -al sur de Turquía- y observaba cómo la gente descendía desde una cima de 1700 metros de altitud usando la técnica del parapente. Intenté fijarme en el tipo de vuelo que realizaban y, sobre todo, en el aterrizaje. No parecía demasiado difícil porque volaban en tándem y toda la pericia la pone el instructor experto.
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Jagoba me recogió del aeropuerto para comenzar un pletórico fin de semana en el que descubriría los secretos naturales y gastronómicos de la comarca de Uribe. Tuvimos el tiempo justo para dejar las cosas en el hotel Loiu, charlar con su simpatiquísima directora jienense -Rocío- y reunirnos con mis compañeros y amigos Roberto y Maribel -de Elguisanteverdeproject-, antes de partir hacia la localidad de Maruri, de poco más de mil habitantes.
Cuando llegamos al lugar de encuentro eran las diez en punto de una mañana preciosa de finales de Octubre. Las calles dormitaban mientras nosotros comentábamos, nerviosos, que ninguno había probado jamás este deporte de riesgo.
Pocos después aparecieron Gari y Douglas, los encargados de hacernos volar desde la cima del monte Jata, situada a unos 600 metros de altitud.
Tras las presentaciones de rigor, cogimos los coches e iniciamos la ascensión. La preparación para el vuelo fue bastante breve. La agradable temperatura, impropia del mes de Octubre en esta zona, hizo que no necesitáramos ninguna ropa especial de abrigo. Podíamos volar vistiendo unos simples pantalones multibolsillo, camiseta y un forro polar. Gari y Douglas sacaron las grandes cometas de las mochilas, estiraron sus vías y nos pusieron los arneses que nos enganchaban a ellos.
Las instrucciones fueron muy pocas. Nos comentaron que, debido a la falta de viento, el vuelo iba a ser algo más corto de lo habitual. Tardaríamos tan sólo unos diez minutos en descender hasta los pastos de los caserones que rodean la carretera de Maruri.
Escuchaba la charla de los instructores mientras mi mirada se perdía por el impresionante paisaje presente en la lejanía. Justo frente a mí veía la verde costa donde playas como las de Sopelana, Meñakoz o Bakio hacen las delicias de los surfistas. El mar, tranquilo, teñía de azul intenso todo el Norte. Frondosas parcelas de bosque se alternaban con pastos y caseríos en cuyas cocinas se comenzaban a preparar las viandas para las comidas familiares propias del fin de semana. La voz de Gari me sacó de mi ensimismamiento al decirme que debía prepararme para el despegue.
Cogí la cámara GoPro, con la que grabaría las imágenes del vuelo, y seguí las instrucciones. ¿Has corrido alguna vez en el aire cual dibujo animado?. Pues te aseguro que es una sensación muy extraña. Comienzas caminando unos pasos por la ladera del monte. Las vías se van alzando en la aire y la cometa se hincha. Coges velocidad y debes acelerar el paso. Emprendes una corta carrera que acaba cuando te alzas en el aire con un leve tironcillo. Tus piernas se quedan suspendidas en el aire y debes seguir realizando el gesto de correr durante un par de segundos más. ESTAMOS VOLANDO.
Gari, colocado justo a mi espalda, utilizó sus piernas para hacerme rotar un poco y acabé sentado en una especie de sillita en forma de huevo. La posición es comodísima. Apenas teníamos viento y no notaba esa sensación de velocidad que pensé que iba a sentir. Es más como estar sentado en el sillón de una casa de cristal transparente que se traslada por los aires y te permite contemplar el paisaje que te rodea en versión 4D.
Al haber saltado desde poca altura y no existir corrientes de aire aprovechables para maniobrar, el vuelo consistió en un descenso tranquilo y constante, sin piruetas ni subidas y bajadas. Por un lado, eché de menos la adrenalina que imagino que desatan los tirabuzones que vi realizar en los cielos turcos de Oludéniz; por otro, tuve tiempo para recrearme y disfrutar de la bella estampa natural que me rodeaba.
Gari, con una experiencia de 20 años surcando los vientos, me explicaba cosas sobre las corrientes de aire, la técnica del parapente, los cursos que impartían y la necesidad de tener varias zonas de aterrizaje al alcance por si ocurriese cualquier imprevisto. Él no había tenido ni un solo aterrizaje forzoso en toda su vida. Me sentí aún más seguro.
Tras 10 minutos en el aire llegó el momento del aterrizaje. Gari me dijo que pondríamos los pies en el suelo los dos a la vez. Me dio la señal y comencé a correr en el aire como lo hacía Bugs Bunny o el Correcaminos. El impacto con el suelo fue algo más violento de lo que pensaba y me trastabillé en un primer momento. Planté una rodilla y las manos en el suelo y me impulsé, ayudado por la fuerza de la cometa, para seguir corriendo unos metros más hasta que paramos.
Gari me quitó los arneses y me preguntó por la experiencia. Es una pasada sentir volar como un pájaro aunque ahora me muero de ganas de saltar otra vez y tener sensación de velocidad más que de ser una ave planeadora. Un bautismo de fuego en Uribe que sé que no quedará en eso, pues ya tengo un viaje en la agenda en el que también haré parapente. ¡No puedo esperar!.
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