Ahora que estoy preparando un viaje que me llevará a recorrer Etiopía es cuando pongo especial atención en las cosas que tengo que llevarme en mi botiquín.
Irse a África es una experiencia única en la que tu resistencia corporal se va a poner a prueba de una manera u otra. Que no te quepa la menor duda.
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Una de las cosas más probables que puedo sufrir es mal de estómago. Por la ruta que vamos a seguir no encontraremos, precisamente, buenos restaurantes aprobados por organismos de inspección sanitaria. Dicho claramente, en este tipo de viajes la diarrea es una compañera más en la mochila y os aseguro que este tipo de inconveniente puede convertirse en un marronazo -nunca mejor dicho- de magnitudes planetarias.
¿Quién no se ha encontrado alguna vez sufriendo de una cagalera inaguantable en un momento o lugar (o ambos) realmente inoportuno?. Yo creo que casi todos los que viajamos por sitios donde tu estómago comienza a recibir comida de puestos callejeros, casas humildes y restaurantes locales de mala muerte, sabemos de qué estoy hablando.
Recuerdo un episodio que está grabado a sangre, fuego y papel higiénico en mi memoria.
Me encontraba realizando un trekking por las montañas del interior de Mozambique, en la región de Gurué. Es un paisaje espectacular, con plantaciones de té al comienzo y valles y montañas redondeadas cubiertas por tapices verdes después. La zona rebosa vida ya que son decenas o centenares las aldeas que se encuentran dispersas aquí y allá, refugiándose en las faldas de las montañas.
Nuestra pequeña comitiva, compuesta por mi gran amigo israelí Ophir y la argentina Dulce, llevaba ya un par de días de caminata cuando nos acercamos al momento álgido de nuestra aventura.
Queríamos ascender a la cima del monte Namuli, el segundo más alto del país. Sin embargo, para las gentes de sus alrededores, el Namuli era un ser sagrado al que no se podía subir así como así. Mandaba la tradición que cualquier viajero que quisiera coronar su cota más alta debía hablar primero con la llamada Reina de la Montaña.
La Reina se encargaría de rezar a los espíritus para que el buen tiempo y un halo de buena suerte nos acompañaran en nuestra escalada. Pero todo ésto, de carácter realmente mágico y divino, tenía también una parte bien terrenal. La Reina de la Montaña no iba a rezar por cualquier mojigato que quisiera pasar por allí. Si querías ganarte el favor de tan insigne persona, debías traer tu mochila cargada con presentes destinados a ella.
Así las cosas, llegamos al poblado donde residía la Reina una tarde calurosa de marzo.
A pesar de que los tres habíamos basado nuestra dieta de los anteriores días de caminata en las mismas cosas (arroz, galletas, agua y un estofado que nos sirvieron una aldea donde nos acogieron) yo era el único que llevaba sufriendo una incómoda diarrea durante las últimas 24 horas.
Cuando entramos en la aldea y preguntamos por la Reina no tardaron en indicarnos una pequeña casa de piedra cuya puerta estaba guardada por dos hombres sentados en un par de banquetas. Tenían pinta de estar soberanamente aburridos y no hicieron ni un gesto cuando pasamos por delante de ellos para entrar a la casa.
Allí estaba sentada la Reina en su trono, que no era más que una silla de mimbre que parecía querer caerse en pedazos y pasar a mejor vida.
El amigo que nos había llevado hasta allí le susurró algunas palabras a la Reina en su dialecto y comenzó una conversación entre ambos. Nosotros aguardábamos de pie a ver cómo se desarollaba aquello. En ese momento comencé a sentir los primeros retortijones. Era como si un tigre estuviera haciéndome cosquillas en la barriga con sus garras y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Crucé las piernas y mis amigos me miraron. Las primeras gotas de sudor comenzaban a correr por mi frente y espalda.
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Finalmente nos ordenaron sentarnos y el amigo ejerció de traductor. Tras las presentaciones iniciales, donde le dijimos nuestros nombres y países de origen, la Reina fue directa al grano. Quería saber qué presentes le habíamos traído.
Sacamos arroz, harina de trigo, pasta, latas de atún, dulces, galletas… Y una petaca de ron de coco. Esto fue lo primero que quiso probar Su Majestad. Pero no quería hacerlo sola. Yo ya no podía concentrarme en la conversación, así que me sorprendí al ver que, de la nada, surgía una mano que sostenía una taza justo delante de mis narices. Cuando alcé la mirada del suelo vi la cara sonriente de nuestro amigo diciéndome, “¡bebe con la Reina!”.
Yo sabía que mi estómago no iba poder resistir semejante ataque. Miré a mis amigos, después a la Reina, después al amigo traductor, de nuevo a mis amigos…Ellos asentían e intentaban darme fuerza con sus miradas. Cerré los ojos y… Bebí. El efecto fue instantáneo. Olvidé el protocolo real y salí corriendo de la casa como poseído por el Diablo, o cualquier otro villano pagano en el que nuestros anfitriones creyesen.
No pensaba hacia dónde corría, sólo iba en busca de un arbusto alto detrás del que darlo todo sin cuartel. Tampoco miraba si alguien me seguía. Ni me importaba. Me paré en un cruce de caminos a las afueras de la aldea y en una terraza más abajo vi lo que buscaba: una pequeña plantación de caña de azúcar. Salté campo a través como las cabras y veinte segundos más tarde me encontraba de cuclillas pensando que aquel azúcar bien podría llamarse ahora “azúcar moreno”.
No quise ni pude dar explicaciones cuando regresé a la casa. Un episodio que siempre recordaré. ¡God save the Queen!.
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Nota del autor: aunque la historia ocurrió de verdad, este artículo se ha escrito gustosamente como publirreportaje de ProFaes4 Viajeros, .