Me desperté en mi habitación del Stora Hotellet dudando si realmente se podía decir que había pasado allí la noche. Las noches blancas de Suecia crean cierta confusión si las pasas en la ciudad pero se convierten en espectaculares si desde la ancha repisa de tu ventana tienes unas vistas que quitan el aliento sobre un cielo que parecen unas brasas imperecederas. De ello disfrutaría esa misma noche.
Pero antes de éso tendríamos un largo y completo día por delante. Disfruté de un magnífico desayuno en el buffet -el mejor zumo natural de naranja (exprimido por ti mismo) que he probado jamás fuera de España- y salimos con la furgoneta rumbo a la iglesia de Habbo, situada a menos de 20 kilómetros al Noreste de Jönköping, capital de la región sueca de Småland.
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La iglesia de Habo
La iglesia de Habo es un monumento único, hecha de madera y finalizada en 1723 tras ser reconstruída en varias ocasiones sobre la capilla original del siglo XII.
De su época medieval son pocos los restos que se conservan pero pudimos ver algunas monedas antiguas, pequeñas esculturas de apóstoles y la gran pila baptismal, del año 1250.
Nos contaba nuestro guía que la pila fue sustituida por una moderna a principios del siglo XX, quedando olvidada en un trastero. En una lavada de cara llevada a cabo en 1940, los pintores la utilizaron para mezclar los colores dentro de ella. No fue devuelta al lugar que le correspondía hasta 1951, pero ahora sus bordes eran rojizos.
Realizamos una visita de unos 45 minutos guiados por Kristian.
El interior es muy acogedor y colorido, debido a las múltiples pinturas que la decoran (hechas entre 1741-43). Se pueden apreciar los 10 mandamientos y Kristian nos hizo fijarnos en el que representa el noveno: » No consentirás pensamientos ni deseos impuros». Normalmente se representa con un hombre persiguiendo a la mujer, pero en este caso es al revés: una fémina persigue a un hombre que sale angustiado a la carrera (¿Alguien se imagina a Alfredo Landa huyendo de una sueca?). Esto se debe a que uno de los párrocos del siglo XVIII fue acosado por una granjera desde su llegada a la iglesia.
Subimos al piso de arriba, donde se encuentra el viejo órgano de 1736 y Kristian nos explicó cómo se repartían los feligreses: mujeres a la derecha, hombres a la izquierda, clases bajas y servidumbre arriba, clases altas abajo, más cerca del púlpito.
Con unas últimas fotos a la torre del campanario nos despedimos de la iglesia de Habo y los verdes campos que la rodean.
Gunillaberg
Subimos de nuevo a la furgoneta y pusimos rumbo a la granja de Gunillaberg en Bottnaryd, una localidad de menos de 1000 habitantes situada en medio de un paisaje de ensueño.
En Gunillaberg el artista floral de renombre mundial Tage Andersen ha creado un lugar de ensueño donde se mezclan diseños realizados con flores de todos los tipos y colores con obras realizadas en metal o incluso pinturas.
Este polifacético danés nacido hace 66 años en Heltborg decidió comprar Gunillaberg en 2008 y transformarla en una segunda residencia -a medio camino entre Estocolmo y Copenhague- donde poder dar rienda suelta a su arte e imaginación rodeado por una naturaleza exuberante, animales y toneladas y toneladas de flores y tranquilidad.
Nos recibieron en la puerta de la granja para darnos una breve charla introductoria sobre la historia de Gunillaberg y después comprobamos otra de las virtudes del genio danés que se paseaba por la finca vestido con ropas del renacimiento cuando nos lo encontramos. Tage Andersen fue un gran chef pastelero y puedo dar fé de ello tras probar los sabrosos pasteles de hojaldre que él mismo había cocinado. Tras un breve -pero intenso, ¡Qué fuerza tienen en las manos estos nórdicos!- apretón de manos, intercambiamos algunos comentarios sobre la granja y desapareció excusándose para poder seguir trabajando.
Durante media hora vagué por los terrenos de la granja. Crucé el patio central que separa la cafetería/invernadero de la casa que hace la función de museo. Allí había sillas de metal de curioso diseño, un piano y muchas pinturas colgadas de la pared. La sala estaba ambientada con música clásica emitida por el hilo musical.
Pero la cabra siempre tira al monte y yo, amante de los lugares abiertos en la naturaleza y claramente infiel a lo que llaman arte moderno, atravesé el umbral de la puerta trasera de la casa, descendí unas escaleras y acabé contemplando una imagen bastante curiosa. Rodeado de verde por todos lados, un pequeño estanque de agua oscura daba algo de frescor a la cálida mañana que estábamos disfrutando. Hasta ahí todo bien. Sin embargo, colgada de una rama de un árbol en la orilla, una percha daba cuerpo a un vestido azul y verde que emulaba al cuerpo de una sirena. Estaba suspendido sobre las aguas.
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El camino se internaba en la zona boscosa de la granja donde un pequeño cenador de vidrio resaltaba como la plata sobre la esmeralda.
Había perdido de vista al resto del grupo y sólo oía el piar de pájaros a mi alrededor. Extraños lienzos con pinturas de colores cálidos colgaban de las ramas de los árboles. Abandoné el sendero principal para llegar a un riachuelo de agua. Varios troncos muertos estaban derrumbados sobre el cauce, permitiendo el paso fácilmente.
Más allá del río comenzaba un bosque, fuera de los límites de la granja. Mientras debatía si tendría tiempo o no para cruzar al otro lado e investigar, Verónica -una compañera de mi grupo- apareció por el sendero y me dijo que nos marcharíamos en 15 minutos.
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Bajo un Sol brillante, abandonamos la residencia del Maese Andersen, unos intrusos del siglo XXI en la vida del Renacimiento.
Espectacular, sobre todo la iglesia.
Acostumbrado a la iglesia de «piedra».
Gracias por la información.