Tras pasar un día en la Isla de Ré, pusimos rumbo a su hermana mayor, la isla de Oléron.
Oléron, con sus 34 kilómetros de largo y 15 de ancho- es la isla más grande de la zona atlántica francesa -y la segunda de mayor tamaño del país francófono, sólo por detrás de Córcega- pero el hecho que realmente le da la fama es la calidad de sus ostras: Marennes-Oléron. Es conocida como el País de las Ostras.
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Llegamos a la isla cruzando el puente de algo más de 3 kilómetros que la une con tierra firme desde 1966. El ligero desayuno que había tomado a las 8 de la mañana ya se encontraba en algún punto de los dedos de mis pies, así que agradecí que nuestra primera parada fuera para comer un magnífico pescado -y ostras, como no- en un pequeño restaurante llamado Les Goelands, en el pueblo Le Château d’Oléron.
Las pocas casas que conforman esta minúscula población son una alegría para el ojo humano. Todas lucen colores vistosos y brillantes, alertando a los visitantes de que allí viven personas que se dedican a profesiones amenazadas de extinción: los pintores bohemios y los cultivadores de ostras.
Estos dos gremios son casi los únicos habitantes de las casas de colores. Nos paseamos por ellas en un ambiente bastante melancólico debido a que estábamos prácticamente solos y el cielo no dejaba traslucir la luz del Sol.
Nos subimos de nuevo en nuestra furgoneta y fuimos al puerto de Boyardville a recoger nuestros billetes para el paseo en el velero La Marcelle. Tan sólo media hora más tarde estábamos a bordo de la embarcación rumbo al Fort Boyard. Este fuerte es una construcción del siglo XIX que se encuentra en medio del mar entre las islas de Oléron y Aix y adquirió fama contemporánea debido a su utilización como sede para un reality retransmitido en varios países, no sólo Francia.
Nuestro capitán parecía sacado de la tripulación de John Silver el tuerto. Piel bronceada y castigada por el Sol, melena entre rubia y grisácea al viento, perilla y un arte innato para moverse por el barco con ligereza, sin parar de soltar unas cuerdas y amarrar otras ante la mirada del personal. Era un tío alegre el Capitán Silver y no paraba de soltar arengas y descojonarse, tanto en inglés como en francés. El colofón del velero era la bandera pirata que teníamos en la popa.
Sin embargo, con aquel viento casi inexistente, pocos barcos habríamos podido abordar y saquear en la época dorada de los piratas. Nuestro amigo echó mano de un invento que no poseían por aquellos tiempos y nos dirigimos rumbo al Fort Boyard con un motor que rugía como un campeón.
Observamos las imponentes murallas de ese fuerte acabado en la época napoleónica y que apenas tuvo uso militar. Desde uno de los lados no afeaban la vista los andamios construidos para cubrir la logística del programa de televisión y pudimos tomar alguna buena foto.
El mar no estaba demasiado movido pero, inexplicablemente, parecía querer abatir esa presencia antinatural en el medio de sus dominios. El fuerte era golpeado de forma violenta por grandes olas que parecían formarse de la nada. Imagino que algunas rocas sumergidas ayudaban al Atlántico en su empresa de acoso y derribo.
Volvimos a la playa con un amago de salida del Sol que no cristalizó.
Nos trasladamos al pueblo pesquero de La Cotiére. Allí la flota ya había acabado la jornada y esperaba amarrada el tumulto del nuevo día. Quisimos caminar un poco por sus calles para hacer tiempo antes de la cena pero una fuerte lluvia nos hizo desistir.
El día había sido bastante movido y estábamos todos rotos cuando acabamos de cenar. Creo que no debieron transcurrir más de cinco minutos entre que toqué la almohada y me abandoné al mar de sueños donde no había ningún barco pirata guiado por el gran Capitán Silver. Una pena porque siempre soñé con ser un Goonie y encontrar un barco de ese estilo.
A la mañana siguiente, el tiempo continuaba sin darnos tregua y veíamos las gotas de lluvia salpicar el cristal mientras dábamos cuenta de tostadas, croissants y café con leche en el comedor del hotel.
Antes de partir hacia nuestro próximo destino, la isla de Aix, haríamos una visita a una de las granjas de ostras que tan famosa ha hecho a la isla de Oléron.
Nuestro anfitrión nos explicó que el secreto para lograr la exquisitez del sabor de las ostras de esta región radica en estar cultivadas en claires, múltiples estanques irregulares donde la ostra adquiere un sabor menos oceánico que si creciera en el mar, pero, al mismo tiempo, mucho más rico en minerales, gracias al fitoplancton y las algas que se encuentran en esas aguas.
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En esta zona, hay tres tipos de ostras dependiendo de su calidad y características. La más exquisita es Pousses en claires y se cultivan prácticamente a solas en los estanques naturales.
Para quien quiera saber algo más de este manjar -aunque no sean santo de mi devoción- siempre puede darse un garbeo por los varios museos especializados de la isla o en el Parque de las Ostras.
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Dejé Oléron con ganas de descubrir sus bosques y playas de arena fina, degustar sus variados pescados en las terrazas tranquilas de pueblos en los que la vida se vive a un ritmo distinto. Oléron merece ser explorada sin prisas, con mimo y caricias. Como cuidan sus ostras.