Artículo participante en el concurso de relatos Viajablog.
Escrito por Idoia Huici.
Íbamos tan apretados unos contra otros en el autobús que me puse la compresa sin que nadie se diera cuenta. Con toda la calma del mundo, saqué una de mi mochila y me la coloqué. Sospecho que mi mueca como queriendo decir «aquí no pasa nada» fue innecesaria. Los viajeros hacíamos verdaderos esfuerzos por mantenernos erguidos como homínidos por lo que intentar averiguar qué hacían los demás de cuello para abajo era una pérdida de tiempo. Aquella tetera de latón sobre ruedas y a punto de ebullición debía conducirnos a Imphal, la capital del estado de Manipur, en India.
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Me había empeñado en visitar un mercado indio regentado exclusivamente por mujeres y sólo se podía llegar allí en autobús. El viaje duraría unas seis horas, más o menos. El grupo que viajaba con nosotros desde España había decidido permanecer en el hotel, a la sombra. A la excursión me acompañaba Óscar, mi novio, y tuve el presentimiento de que hubiera cambiado nuestra relación por un chapuzón en la piscina del hotel donde se quedaron nuestros compañeros de viaje.
Llegamos a la estación estatal de autobuses a las cinco de la mañana y Óscar, al comprobar el estado de las instalaciones, se agachó para reforzar el nudo de los cordones de sus botas. Como si eso sirviera de algo. La construcción que albergaba las taquillas estaba al pie de un montículo de tierra rojiza, porosa; en su ladera, sobresalían minúsculas edificaciones de yeso sin enfoscar. La estación era la caseta más grande de todas y la única que tenía color: verde quirófano. A uno de los lados, cuatro pivotes de madera quemada sujetaban una tejavana y al otro, dos tabiques con un tejado de chapa hacían las veces de taller de reparaciones. El mecánico, apoyado contra la pared que daba hacia el edificio principal, dormía a la vista de todos. Entre los cacharros que lo rodeaban por el suelo había un hornillo sobre el que reposaba un cazo con restos de arroz, lentejas verdes y pollo. Los viajeros, conductores y espectadores que deambulaban entre los autobuses tenían la mirada acuosa del que ha pasado la noche en vela. Sus rostros, brillantes y morenos bajo los turbantes blancos parecían minúsculos bajo aquel merengue de tela.
Nuestro autobús era amarillo, más o menos. En su parte trasera colgaba una escalera ancha y resistente que no sólo servía para subir los equipajes a la baca. Resultó que allí se acomodaron, por lo menos, una veintena de pasajeros y otros tantos viajaron sentados sobre las maletas, bolsas y bicicletas que iban en la parrilla superior. El resto, viajamos dentro. Cuando abrieron las puertas del autobús para subir, Óscar se empeñó en dejar pasar a todo el mundo. A mí me pareció que deseaba sacudirse la mala conciencia por despreciar aquella falta de modales y pensó que siendo amable no se le notaría. Los viajeros miraban incrédulos la mueca sonriente de mi novio cuando éste, plantado en las escalerillas de acceso, los dejaba colarse uno a uno. Yo, que comprobaba cómo se ocupaban los asientos, le gritaba con la mirada que se decidiera, que pusiera un pie sobre un escalón, luego sobre el otro y que subiera al puñetero autobús. Para cuando logramos apropiarnos de nuestros treinta centímetros cuadrados de suelo en el interior del vehículo, el ambiente rebosaba de sonidos que jamás comprenderíamos y de olores que, con un poco de suerte, no llegaríamos a descifrar.
Los asientos del autobús eran puro hueso, como esqueletos desperdigados de animales y a los que viajábamos de pie, los apoyabrazos clavados en las ingles dejaron de molestarnos cuando la sangre ya no circulaba por las piernas. Nadie reclamó el billete al subir y nadie podría hacerlo dentro. No había sitio para ningún ser humano más. Antes de que el autobús arrancara, me subí sobre mi mochila para ver al conductor (siempre me gusta hacerme una composición de lugar sobre su estado de ánimo): forcejeaba con un pasajero intentado apartarlo de su asiento y tuvo que hacerse un hueco como pudo. Se lo conté a Óscar por el mero placer de aumentar su malestar.
Mi novio se aferraba como una garrapata a su mochila pegada al pecho y se sujetaba como podía al respaldo de un asiento. La especiada y picante comida de la última semana hacía mella en sus intestinos y cuando lo miraba de reojo, no sabía si reprimía un retortijón o unas infinitas ganas de llorar. Durante el trayecto llegué a la conclusión de que nunca más sentiría deseo por él, a quien ya empezaba a considerar mi ex.
Después de casi siete horas de traqueteo y de música pop hindi a todo volumen llegamos a Imphal. En la estación nos encontramos con un enjambre de autobuses, coches y bicicletas aderezado con bocinazos, basura y una humedad ambiental del mil por mil, más o menos. Todo lo que tenía patas, ruedas o piernas cargaba con algo y aquello era como un escaparate que exhibía la intimidad de cientos de familias. En ese patchwork viviente me sentía excitada y sonreí al divisar cabras sobre varios vehículos.
La curiosidad de los lugareños por dos turistas parecía nula aunque yo presentía la oscura pupila de los hombres sobre mi espalda. Sólo los niños se nos acercaban para pedirnos unas monedas empujados por los adultos, que se hacían los desentendidos.
Óscar decidió sacar los billetes de vuelta para las cinco de la tarde, por si las moscas. En la taquilla, las vendedoras (las cuatro eran mujeres) permanecían encerradas en una especie de jaula a través de cuyos barrotes extendían sus brazos morenos, llenos de pulseras y de dibujos de henna roja como heridas sangrantes. No me miraron al entregarme los billetes. Yo, deseosa de que me dirigieran una sonrisa cómplice no obtuve mi premio y al darles la espalda para encontrarme con Óscar, que me esperaba a unos metros (como si acercarse por las ventanillas le fuera a contagiar algo), recordé que en mi ciudad tampoco nadie miraba a nadie.
Salimos del recinto y nos encontramos en un camino sin un solo letrero. Pasó delante de nosotros una elegante mujer, vestida con una túnica violeta sobre un sari azul. Su pelo negro estaba peinado en un moño bajo en la nuca y la escrupulosa raya en medio finalizaba con un círculo rojo en su frente. Por su determinación al tirar de una bicicleta que, a su vez, arrastraba un carromato que contenía dos grandes lecheras metálicas, deduje que se dirigía al mercado de las mujeres. Debíamos de ir por el buen camino porque a los cinco minutos, otra mujer con una túnica naranja y sari amarillo cargaba en su cabeza con un cesto de mimbre repleto de unas hojas enormes con forma de vaina. Entre su cabeza y el recipiente, un rodete de tela acolchado me recordó a los que llevaban antiguamente las mujeres en el pueblo de mi abuela. Caminaba tan resuelta con la mercancía sobre su cabeza, que si se la hubieran quitado de repente, habría perdido el equilibrio. Más adelante se unieron a la comitiva dos ancianas de pelo blanco y piel casi negra, cargadas con un carrito repleto de flores. Vestían saris de color rosa palo y caminaban agarradas de la mano, despacio.
Después de treinta minutos de paseo, el cortejo multicolor nos condujo a nuestro destino: un cementerio musulmán con más de tres siglos de antigüedad. En India, la muerte es parte de la vida, y en aquel apacible lugar resultó que, por la mañana, los ancianos leían el periódico y discutían de política y, al mediodía, las mujeres cuidaban y adornaban las tumbas dejando sobre ellas flores, alimentos y velas. Óscar y yo nos acomodamos sobre una que estaba pintada de azul turquesa y en la que reposaba una bandeja repleta de dulces exquisitos. Encendimos un cirio y un cono de incienso, nos miramos a los ojos y empezamos a reírnos como locos.
TFW
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