Aquí comienzo el relato de lo que fue mi mayor aventura en Etiopía. Vaya por delante decir que realmente no hicimos el trekking dentro del Parque Nacional de las montañas Simien, sino que recorrimos las tierras y aldeas que quedan justo en las montañas contiguas a ese lugar. El paisaje es bastante similar pero es una zona menos frecuentada por el turista y te acerca mucho más a la Etiopía profunda, la que se levanta cada día con una fuerza que les hace agarrarse a la tierra que da a sus habitantes de comer.
Yo llegué a Debark, base para el inicio de muchas de las expediciones que llevan a las Simien, procedente de mi experiencia en el ferry con el que crucé el lago Tana, el más grande y sagrado de Etiopía.
Allí debía esperar a mi amigo Manu, que había decidido no tomar el ferry y pasar unos días en Gondar, la ciudad de los castillos.
Cuando nos reunimos me comentó que había conocido a unos etíopes en Gondar y le habían propuesto una forma diferente de explorar la zona de las Simien y alrededores. Hablaban de una ruta que pasaba por varias aldeas, para acabar en el Parque Nacional y ascender el Ras Dashen, pico más alto del país.
Además no nos cobraban por el guía y nos ayudaban con parte de la comida, pagando nosotros sólo la otra parte y el gasto de llevar a alguien que guiara las mulas y cuidara de nuestras mochilas.
Manu me convenció sin muchas dificultades y decidimos partir a la mañana siguiente.
En el mercado de Debark nos encontramos con Fanta (así se pronunciaba su nombre aunque no se escribía de la misma manera) sobre las 10 de la mañana. Fuimos juntos a comprar la comida en los puestos que él conocía y cargamos todo en las mochilas para ponerlo después a lomos de nuestro buen y sufrido Morla, el burro que se convertiría en nuestro compañero de aventuras guiado por el gran Jargew, un hombre entrañable que lucía un bigotito de la Europa de los años 30 y tenía una bufanda del Arsenal enrollada en la cabeza a modo de turbante.
Con la comitiva ya al completo y todos los fardos cargados, nos dirigimos hacia la salida noreste del pueblo. El sol pegaba sin clemencia y comenzamos a beber de los 12 litros de agua que decidimos llevar para cubrir al menos la primera jornada de caminata.
Atravesamos otro pequeño mercado que parecía improvisado y las mujeres tenían extendidas unas sábanas en el suelo sobre las que mostraban sus mercancías, primordialmente verduras y frutas pero también alguna ropa, pilas y cachibaches que no sé bien para qué servirían.
Como la vida en el mercadillo parecía ser de lo más anodina, casi todas las miradas se posaron en aquellos dos faranjis (término utilizado para designar al hombre blanco en Etiopía) que parecían tomar un camino muy distinto al que siguen la mayoría de blancos que vienen a explorar las Simien.
También grupos de niños, curiosos y atrevidos siempre en África, nos acompañaron en nuestro primer tramo de un viaje que sería mucho más duro de lo esperado.
El camino se ensanchaba conforme nos alejábamos de Debark. Era un trazado llano en el que la tierra roja estaba rodeada de campos de hierba casi completamente quemada por el sol y la falta de lluvia, propia de la estación seca que estaba tocando a su fin. Algunos árboles altos, esbeltos y ralos aparecían de vez en cuando, al igual que humildes casas hechas de barro y paja, de las que salían familias enteras a saludarnos.
Todos ellos, tanto adultos como jóvenes y niños, esgrimían una sonrisa que denotaba un sentimiento entre fascinación y curiosidad. Imagino que muchos de ellos se preguntarán qué le lleva a los faranjis a recorrer esas tierras yermas y secas en un momento en el que ellos están esperando las lluvias para poder sembrar y trabajar duro.
La respuesta sólo la sabe el que está en el camino y es muy personal. En mi caso tengo claro que no es por los paisajes, ya que los puedo encontrar mucho más bonitos en otras partes del mundo. La razón que me hace embarcarme en este tipo de aventuras es precisamente esa gente que nos observa desde el quicio de sus puertas hechas con madera u hojas de palmeras. El poder hablar con ellos con mis treinta o cuarenta palabras de amárico e intercambios de gestos. Son las personas lo que vale más la pena en África.
Algunos adolescentes nos seguían desde Debark y se integraron completamente en la compañía. Iban a sus casas pero se detenían siempre que lo hacíamos nosotros y no paraban de hacernos preguntas y pedir que les tomáramos fotos. Se sentían actores importantes ante el objetivo de nuestras cámaras.
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A la hora de camino encontramos una casa de piedra dentro de una propiedad delimitada por unos setos. Una pequeña tienda de cosas básicas estaba al lado del edificio principal. Allí compramos un par de grandes bolsas de caramelos que iríamos distribuyendo entre niños y adultos por el camino.
Tras pasar un par de aldeas más, cambiamos el llano para empezar a encarar las primeras rampas del día. Habíamos entrado a las montañas por una ladera suave y ya no las dejaríamos hasta cuatro días más tarde.
Justo antes se habían despedido nuestros jóvenes acompañantes con abrazos y buenos deseos y ya sólo estábamos Fanta, Jargew, Manu, el burro Morla y un servidor.
El paisaje varió levemente, apareciendo vegetación de montaña. Arbustos y árboles bajos, parduzcos y verdes, se aferraban a la roca en posturas imposibles. La roca se veía seca, ansiando la tierra recibir la bendición del esperado líquido elemento.
El calor apretaba y nuestras reservas de agua comenzaban a bajar a un buen ritmo. Mientras, Fanta y Jargew parecían estar hechos de un material totalmente distinto al nuestro y apenas consumían o expulsaban líquidos. Auténticos etíopes amamantados por las montañas.
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Aún restaban dos ó tres horas hasta alcanzar la primera parada de nuestra ruta. Esa noche plantaríamos la tienda en los terrenos de la escuela primaria de una aldea que Fanta decía conocer bien. Con el sudor empapándonos la camiseta, la cara y cada rincón de nuestro ser, continuamos la marcha.