Cuando me despedí de Soe Lay, una noche de primavera de 2011, pensé que jamás volvería a verle.
Durante dos tardes y noches habíamos hablado sin parar, tras darnos un baño en las opacas aguas del río Irrawaddy, que fluye por la milenaria Bagan. La ciudad de las 3000 pagodas fue el foco central principal del primer imperio birmano y es, hoy en día, uno de los reclamos turísticos más importantes del país.
Soe Lay, un pescador más que humilde de 27 años, me escribió una dirección de correo en un papel que perdería una semana más tarde. Era la del restaurante que pertenecía a la persona a la que él alquilaba su barca de pescador. La compartía con otros dos faeneros, sirviéndole como único medio para sustentar a su familia.
Lamenté muchísimo mi eterno despiste y nunca me olvidé de él. Cuando, en el año 2013, un lector de viajablog, al que ayudé a organizar su viaje por Myanmar, me preguntó si había algo que pudiera hacer por mí para devolverme el favor, le pedí que buscara a Soe Lay. Le expliqué cómo llegar al lugar donde compartimos aquellos momentos, justo en la frontera entre Old Bagan y New Bagan, donde el río bañaba la orilla donde la dorada estupa de una moderna pagoda se elevaba hacia los cielos.
A su vuelta, el chaval me dijo que lo había intentado pero no pudo encontrarlo. Fue mi última oportunidad.
Cuando este año me propusieron guiar un grupo de turistas españoles en Myanmar, la imagen de Soe Lay apareció en mi mente de manera instantánea. Sabía que ya habían pasado más de 4 años y no sería fácil dar con él en Bagan, una ciudad que ha sufrido un boom turístico en los últimos años y la mayoría de la población intenta aprovechar esta nueva fuente de empleo y entrada de dinero. Sin embargo, una pequeña ilusión volvió a crecer en mí.
Fue transcurriendo el viaje durante los primeros días del mes de agosto y, justo en el ecuador del mismo, llegamos a Bagan. Disfruté con el grupo un par de días recorriendo este lugar monumental y llegó la tarde libre. Propuse ver otra cara de Bagan, alquilando unas bicicletas eléctricas que te permiten internarte de manera independiente por el entramado de caminos de tierra y verde que conducen a centenares de pagodas anónimas donde puedes quedarte a solas contigo mismo, rodeado de historia.
Mi grupo conocía la historia de Soe Lay y me incitaron a ir a buscarlo. Yo accedí a regañadientes, ya que sabía que tenía muy pocas posibilidades de encontrarlo. Pedí a nuestro guía local que escribiese en una tarjeta de visita “Estoy buscando a Soe Lay, un pescador de New Bagan” y partimos con nuestras bicicletas.
Conforme me iba acercando a New Bagan, se me aceleró el pulso al asaltarme los recuerdos. A través de las palabras de Soe Lay conseguí conocer un poco más los pensamientos de unas gentes reprimidas por una dictadura disfrazada de democracia. Aprendí más sobre Myanmar en esas dos tardes que los restantes 18 días que pasé en el país. Y el pescador me había ganado con su bondad, sencillez y mente despierta.
Absorto en esos pensamientos llegué a un cruce que reconocí. Le dije al grupo que me esperara en la encrucijada y tomé la salida a la derecha. Comencé a reconocer restaurantes de la calle y desemboqué justo al lado de la gran pagoda que veíamos al bañarnos en el río. Recuerdo que le dije a Soe Lay que no entendía cómo se dejaban tanto dinero en construir algo así cuando el pueblo se muere de hambre.
Mostré el escrito anotado en la tarjeta de visita a una mujer que regentaba uno de los restaurantes. Su mirada se iluminó y llamó a su hija, que hablaba algo de inglés. Ella me explicó que había un Soe Lay, pescador y con tres hijos pequeños, que aún vivía por allí. Yo lo conocí con un solo hijo, pero podía ser él. Me dirigió a otro restaurante. Regresé con el grupo y paramos en la puerta del primero que vi. La chica me había escrito el nombre en birmano y no tenía ni idea de si era el lugar correcto.
Volví a sacar mi tarjetita y un hombre me aseguró que conocía a Soe Lay. Aunque no tenía un recuerdo nítido de su aspecto, le dije la edad y datos de su vida que recordaba y el hombre asentía al escuchar cada una de mis pistas. Me dijo que iba a llamarle y aparecería en 10 minutos.
Mi grupo de viajeros estaba casi tan sorprendido como yo. Nos sentamos a tomar unos refrescos y nos volvíamos nerviosos cada vez que oíamos el llegar de una moto. ¿Será éste?… No… ¿Y éste?… Tampoco… Hasta que llegó Soe Lay.
Cuando le vi le reconocí al instante. Él tardó menos de un segundo en mostrar una sonrisa radiante en su bonita cara, mezcla de rasgos hindúes y birmanos. Nos abrazamos sin poder creer lo que estábamos viviendo en ese momento. La gente grababa vídeos y nos tiraba fotos, pero yo era ajeno a todo aquello. La emoción era inmensa. Nos sentamos a la mesa ante la mirada fascinada de españoles y birmanos. Los dos recordábamos cada palabra hablada cuatro años atrás y fuimos reconstruyendo la historia.
Me comentó Soe Lay que hacía dos años un amigo vino a buscarle porque decía que había un europeo gritando algo parecido a su nombre en la playa del río. Él pensó que podía ser yo y salió a la carrera, pero cuando llegó ya se había marchado el chico. Era el lector de Viajablog al que yo había pedido que lo buscara. Casi llegaron a encontrarse.
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También me dijo que su mujer le recordaba, en cada cumpleaños – 5 de agosto-, que yo volvería, porque así se lo prometí. La última vez había sido hacía tan sólo una semana. Y aquí estaba yo.
Como es habitual en su talante honrado y generoso, Soe Lay nos invitó a todos a visitar su casa. Éramos 9 y quería que nos quedáramos a cenar en una construcción de bambú donde él, su mujer y sus 3 hijos pequeños dormían juntos en una esterilla y sin ningún tipo de habitación. Fuimos a su casa pero los demás se marcharon tras hablar un poco con él. Entendían que era mejor que me quedará a solas con la familia y disfrutara del reencuentro.
Pasamos dos horas y media hablando de todo un poco. Charlamos sobre lo que vivimos cuatro años atrás, sobre la actual situación del país, las próximas elecciones, su familia, sus sueños, el negocio de la pesca, fútbol, etc. Decía que cada día entrenaba dos horas al fútbol con su hijo de dos años y medio. Su sueño era que algún día jugará en el Manchester United. “Yo quiero mucho a mis dos hijas, pero cada noche me acuesto feliz pensando que mi hijo va a triunfar jugando al fútbol en Inglaterra”. Nunca se sabe.
Su inglés no había mejorado demasiado desde la última vez pero su mente seguía igual de despierta y conseguía entender y hacerse comprender a la perfección.
Cuando se hizo de noche cerrada tuve que marcharme para devolver mi bicicleta eléctrica alquilada. Nos marchábamos a la mañana siguiente y no volvería a verle, pero esta vez me fui ya siendo su amigo en Facebook, con su número de móvil y email. Esos momentos en los que piensas que los avances tecnológicos sí que sirven al ser humano.
Con la colaboración de mi fantástico grupo de viajeros conseguimos dejarle, a la mañana siguiente, una gran bolsa con ropa, medicamentos, objetos de aseo y algo de dinero. Mi buen amigo no me lo iba a pedir nunca, pero yo sé que no le iba a venir nada mal. Cuando le llamé por teléfono desde la recepción para despedirme y decirle que habíamos dejado algo para él, me lo agradeció profundamente.
Me marché de Bagan siendo muy feliz. En las largas horas de bus que soporté hasta Kalaw, de vez en cuando aparecía una amplia sonrisa en mi rostro: no podía creerme lo que había ocurrido.
Desde entonces nos escribimos cada día en Facebook y me pregunta cuándo voy a volver. Esta vez puedo decirle, con casi total seguridad de que no se trata de una mentira piadosa: “Pronto, Soe Lay, pronto…”. Viajar te deja estos momentos inolvidables.