Aprovecharé que llega Septiembre y media España acaba de regresar de sus vacaciones para pediros que me hagáis algo un poco más complicado que aquella típica redacción que hacíamos en el colegio (que lo mismo ya no se hace, porque uno se sigue sintiendo tan joven como Peter Pan pero su DNI comienza a decir lo contrario): «¿Qué hiciste en tus vacaciones de verano?». Aunque algo más adaptado a la materia que nos ocupa en nuestro blog: «¿Qué buscas cuando coges la mochila -o maleta- y te marchas a otro país?».
Hace unos días viajaba a Madrid con unos chavales de 23 años en un coche compartido -bendito invento- y me cosían a preguntas sobre lo que hacía en este momento de mi vida: viajar y escribir. Salieron historias de anécdotas que han jalonado mis viajes desde el año 2004, cuando comencé mi serie de largos viajes con mochila. Algunas de las aventuras que les contaba las recordaba como si hubieran ocurrido la tarde antes pero, en realidad, ya han pasado la friolera de 10 años desde que, por ejemplo, atropellamos aquel buitre que casi nos lleva a visitar una cárcel en la región india del Rajastán.
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Esa misma noche, cuando por fin dejé caer mi cuerpo en la suave cama de huéspedes de casa de mis tíos, me dediqué a pensar en lo que yo había cambiado en cada uno de esos viajes. No sólo el cambio obvio y personal -como el hecho de que lleve cuatro años dedicándome a algo que da tan poco beneficio y tanta inseguridad económica- sino también en mi forma de viajar.
Me da igual que me llamen turista, viajero, mochilero, perdido, alma deambulante… Llámalo como quieras, pero el caso es que sea lo que sea, mi yo viajero/turista/mochilero ha variado durante estos diez años.
Corría el año 2004 y miraba, incrédulo, el manojo de billetes de avión que tenía en mis manos. El taxista irlandés, mientras, se entregaba a la imposible misión de intentar entablar una conversación conmigo. Los pasaba ante mi vista como lo haces cuando tienes ese bloc con un dibujito y pasas sus hojas a gran velocidad presionando con el pulgar la esquina inferior derecha, mostrándote al muñequito en movimiento. Londres, Nueva Delhi, Bombay, Hong Kong, Bangkok, Sydney, Auckland, Santiago de Chile, Lima, Buenos Aires, Rio de Janeiro, Dublín y Roma, eran las ciudades que aparecían ante mis ojos.
Fue mi primer viaje de vuelta al Mundo y duraría casi seis meses. En ese viaje me acompañó mi gran amigo, desde la infancia, Rober y los dos buscábamos lo mismo: paisajes de ensueño, conocer otras culturas, algo de fiesta aquí y allá y pasar aventuras.
Cada bosque, cada cascada de agua, cada pueblo distinto a los que podíamos encontrar en Europa… Todo eso llamaba poderosamente nuestra atención. Preferíamos perdernos unos días en un paraje natural en el que íbamos a tener poco contacto con el ser humano. Quizá, por ello -y por la velocidad con que nos movíamos de un lugar a otro-, no llegamos a profundizar en las costumbres o la psique de muchos de los países que visitamos.
Mi viaje de 7 meses por casi toda Sudamérica en 2008-09 fue algo parecido, pero comencé a pasar más tiempo en los lugares que me atraían. No tenía ningún billete de avión programado -ni siquiera el de vuelta a Europa- y yo me marcaba mi propio ritmo al viajar solo más de la mitad del periplo. Viví con gente autóctona en Uruguay, Brasil, Argentina y Chile y eso me dio una visión más amplia y profunda de esos países. Aun así, seguí dedicando la mayor parte del tiempo a visitar lugares de interés turístico o, simplemente, belleza paisajística.
Durante mi segunda vuelta al Mundo desarrollé aún más ese aspecto de mi comportamiento viajero, pero no sería hasta mi viaje de dos meses por Mozambique, Malawi y Sudáfrica cuando experimentara un cambio definitivo que hizo que ver cosas o lugares bonitos quedara completamente relegado a un segundo plano. La fuerza vital de las gentes de esta parte de África -sobre todo Mozambique- me atrapó con un magnetismo que no esperaba. ¡Cuánta razón tenían las pasionales y encendidas palabras que el gran Kapuscinsky vertió sobre este continente en su libro Ébano!.
Deambulé por las montañas de Mozambique hablando con la gente, parándome en aldeas y variando la ruta según me llegaban al corazón los pobladores de estas tierras abocadas a la pobreza y la extenuación debido al expolio orquestado durante siglos por los países desarrollados.
La prueba definitiva llegó cuando mi gran compañero de fatigas Ophir me comentó que me daba tiempo de sobra a visitar las archiconocidas Cataratas Victoria, uno de los emblemas naturales del continente, y del Mundo. Rechacé la oferta y preferí quedarme una semana más entre las gentes del norte de Mozambique, contemplando los mismos paisajes que la semana anterior, comiendo la misma escasa y monótona comida e intentando aprender algo más de su forma de vida y los pensamientos que les pasan por la cabeza.
Supongo que lo que buscas en un viaje, muchas veces, es una cosa y después encuentras algo totalmente diferente. Quizá tú mismo has elegido ese cambio. También el tiempo es un condicionante de mucho peso. Si tu estancia en un país o zona concreta se reduce a un par de semanas, es complicado llegar a profundizar en las costumbres o la cultura de las gentes que lo habitan. Al final serán los paisajes lo que más atraerá tu atención. Otra gente dedicará sus horas a disfrutar de la gastronomía del lugar, o explotar sus buenas condiciones para el deporte de riesgo, o investigar su extraña fauna… Hay muchas variantes.
Y es que lo importante de viajar, creo, es poder vivir experiencias que te llenen en el momento y se queden grabadas en el recuerdo para siempre. En algún punto de tu vida, echarás mano de esa memoria y una sonrisa se dibujará en tu rostro.
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No busco nada en especial, o mucho, fundamentalmente libertad y ser el dueño de mi vida.