A finales del siglo XV y principios del XVI, un tipo de insultante inteligencia rellenaba pergaminos con dibujos de diseños de máquinas y artefactos que pudieran hacer que el hombre volara como las aves. Leonardo Da Vinci intentaba así cumplir el sueño del ser humano de sentir el viento en el rostro mientras disfrutaba de vistas aéreas de la superficie terrestre.
Una clara mañana de noviembre, algo más de 500 años después, yo me disponía a volar en parapente sobre una parte de la isla de Tenerife.
El parapente es un deporte que se comenzó a practicar a finales del siglo pasado, utilizado por montañeros que querían bajar volando de las cimas que habían escalado. Es, básicamente, una forma de vuelo sin motor en la que el ala -totalmente flexible, de unos 20-35 metros cuadrados y de 3-7 kilos de peso- es el elemento que debemos dominar mediante unas líneas de cuerda que se unen al piloto con un arnés.
Consiste en aprovechar las corrientes y distintas capas de aire a diferentes temperaturas para elevarse en el aire. El vuelo puede llegar a durar horas y recorrer cientos de kilómetros, pero los tándem comerciales y los de iniciación no suelen pasar de 20-30 minutos y se recorre poco más de una decena de kilómetros.
Pero vuelas. Esa veintena de minutos te sientes como un pájaro, libre. Minutos en los que te olvidas de todo y te sientes ligero, física y psicológicamente.
Así me había sentido la primera vez que probé el parapente, el pasado mes de octubre, en la comarca vasca de Uribe. Aquella vez fue un vuelo corto desde una altura de 700 metros. En Tenerife pasaría a palabras mayores.
Aquellos que piensan que la isla de Tenerife -y el resto de las Canarias- no tiene más que playa y Sol no deben haber puesto un pie en ella. El parapente es sólo una de las muchas actividades que se pueden realizar en esta isla volcánica. Senderismo, buceo, surf, windsurf, kayaking, vela…Y un largo etcétera de reclamos para los amantes de la naturaleza y la vida al aire libre.
Aquella mañana nos encontramos con los chicos de la compañía Enminube en la población de Güímar. Tras las presentaciones iniciales nos subimos a la furgoneta e iniciamos el ascenso por la zigzagueante carretera que nos llevaría al punto de despegue: un mirador cercano a la cima del Puerto de Izaña.
Luisma – que sería el piloto con el que yo saltaría – me comentaba en el coche que Enminube se creó en en 2010, cuando un grupo de amigos amantes del parapente, y con una experiencia superior a 20 años, se unió para lanzarse a esta aventura empresarial. Él mismo había competido en campeonatos de vuelo por toda España. Me transmitió mucha seguridad además de echarme unas buenas risas con él.
Llegamos al punto de despegue y los monitores comenzaron a preparar el equipo para el vuelo.
Todo lo necesario para practicar el parapente se puede llevar en una mochila de gran tamaño. El ala es flexible y va plegada en su interior. Arneses, líneas (o cuerdas), casco, chaqueta para el frío y silla (que suele llevar un paracaídas de seguridad) completan el lote. Además GPS y radio también pueden ser de ayuda. En total unos 20-25 kilos de peso que pueden quedar reducidos a 8-10 en el caso de equipo especialmente ligero para montañeros profesionales que van a subir a pie hasta complicados puntos de despegue.
Aproveché los minutos previos al vuelo para contemplar las maravillosas vistas que tenía a mi alrededor.
Frente a mí, se extendía el verde valle de Güímar, que muere de forma suave y dulce, sin grandes acantilados, en las azules aguas del Atlántico. A mi derecha, algunas cimas menores cubiertas de vegetación típica de la alta montaña llevaban al observatorio atmosférico de Izaña. A mi espalda quedaba el bonito valle de La Orotava y, a mi izquierda, se veía la imponente figura del pico más alto de España.
Estaba ensimismado pensando en lo afortunado que era al poder saltar a unos kilómetros del Teide, cuando Luisma me tendió el casco con una sonrisa y me dijo: «¿Estás listo para dejar de ser humano y convertirte en pájaro?«. Como ya le había calado y pensaba que era un auténtico cachondo, pensé en contestarle que yo ya era un buen pájaro, pero lo dejé en un «¡vamos allá!«.
El despegue de un vuelo en tándem es realmente sencillo. Básicamente, lo único que tienes que hacer es correr como si no hubiera un mañana hasta que tus pies dejan de estar en contacto con el suelo y comienzas a parecer uno de esos dibujos animados cuyas piernas patalean en el aire. El ala ya se ha henchido y se ha desplegado por completo, elevándote como si fueras una pluma. Luisma me indicó que dejara de correr y cambiara de posición para sentarme en mi silla.
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Al sentarme y pasar la primera sensación de nervios, fui consciente de que estaba volando.
Llevábamos una velocidad bastante placentera y no llegué a sentir cómo se te desfigura la cara por la presión del aire -como ocurre en la caída libre-, sino que fue más bien como estar disfrutando en 4D de las imágenes aéreas en un documental en el que tú eres el protagonista.
Luisma me iba comentando lo que veíamos a nuestros pies. Los pinares cubrían casi todo el monte bajo del Güímar. La mayoría de los pinos habían sido traídos de la península en la época franquista pero aún quedaban algunos ejemplares del resistente pino canario, cuyo corazón no llega a quemarse en los incendios, regenerándose a gran velocidad.
Vimos también el cráter del volcán Cho Marcial y después los campos de cultivo de banana, mangos y patata.
Después de unos veinte minutos en el aire a una velocidad más o menos constante, nos acercábamos ya al punto de aterrizaje y pedí a Luisma que me metiese un poco de caña. Estando en Oludéniz (Turquía) había visto los vuelos que la gente hacía desde un monte cercano. Los novatos gritaban como posesos cuando el piloto decidía descender casi en vertical realizando una serie de tirabuzones en el aire.
Luisma me hizo caso y la adrenalina tomó mi cuerpo durante unos segundos en los que perdimos cerca de 50 metros de altitud. Una pena no poder hacerlo una segunda vez porque ya veía el mar a unos metros de mis pies.
Aterrizamos justo al lado de la costa. La ejecución de la maniobra -que me parece realmente complicada como piloto- fue perfecta y sólo tuve que incorporarme y correr un poco cuando mis pies tocaron el suelo.
Habíamos descendido 2.200 metros, el mayor desnivel de bajada en parapente de todos los saltos de Europa. Ahí es nada.
Nos despedimos de Luisma y el resto de la tropa y pusimos rumbo a una playa cercana. Le tocaba el turno al surf, pero eso os lo cuento otro día.
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El parapente es una experiencia que debes probar, al menos, una vez en la vida. Y ¿qué mejor lugar para hacerlo que Tenerife?.
Se tienen que ver unas vistas impresionantes desde allí arriba, a ver si un día de estos me animo que lo tengo al lago, aunque a mi las alturas no me gustan mucho ….