En la época en la que triunfa alguien (o algo) tan excesivamente edulcorado como Mr. Wonderful, no nos pueden extrañar los eslóganes de las agencias nacionales de turismo de algunos países. Uno muy recurrido es el de “El País de las Sonrisas”, manoseado desmesuradamente por Tailandia, un país que he visitado en 2003, 2011, 2018 y 2019, y que, aunque es bello, no tengo entre los primeros puestos de mi lista de destinos favoritos. La sonrisa tailandesa fue desapareciendo de la faz de los lugareños que habitan las zonas turísticas a la misma velocidad que los mochileros occidentales tomaron el país al asalto. Este es, sin duda, uno de los efectos nocivos del éxito turístico.
Sin embargo, al oeste de Tailandia existe un país que aún se está desperezando en el ámbito turístico. Se trata de Myanmar, tierra que conozco bien al llevar 5 años trabajando en ella como guía de viajes.
Como ocurre en todos los lugares del mundo: en Myanmar también hay todo tipo de gente. Sin embargo, si caminas por las calles de Yangon o la imperial Mandalay, navegas por ese increíble espejo de cristal rebosante de vida que es el lago Inle, exploras los senderos inmaculados que desbrozan los campos de cultivo de las montañas del estado de Shan, o te pierdes entre las más de 3.600 pagodas de la extraordinaria Bagan, lo más normal es que te cruces con un buen número de sonrisas desinteresadas.
A pesar de la apertura gradual que ha experimentado el país, sobre todo tras las elecciones del 2015, Myanmar sigue parcialmente anclada en un pasado en el que la Junta Militar drenaba – y sigue drenando – la mayor parte de las numerosas riquezas naturales de uno de los países más agraciados, en ese aspecto, del sudeste asiático. Como consecuencia de ello, Myanmar sigue siendo un país muy rural (más del 70% de la población sigue viviendo del campo) en el que la gente sigue llevando una vida sencilla, alejada del ritmo frenético, la suciedad y el caos de las grandes ciudades de esta parte del mundo.
Por todo esto, cuando recorres Myanmar, la campechanía y la hospitalidad se convierten en emblemas de la población birmana. Niños y adultos sonríen con la misma ingenuidad cuando les miras fijamente. En las pagodas más sagradas de Mandalay, Yangon, Monte Popa o Bagan, son los birmanos los que te piden, con una timidez extrema, si pueden hacerse una foto contigo. Para las gentes que, como tú, han venido a visitar un lugar sagrado – quizás por primera vez en su vida – tú eres el exótico, y no al revés.
Las sonrisas de todas esas gentes birmanas, shan, Pa-O, Danu, Akha, o de cualquiera de las 137 etnias que forman el ingobernable mosaico tribal que es Myanmar, son sinceras, curiosas, amables y limpias. No buscan una recompensa monetaria o de cualquier otro tipo, sino que reflejan su bonhomía y curiosidad infinita por cualquier cosa que venga del exterior.
Tras 5 años visitando el país durante 2 o 3 meses al año, sin embargo, voy apreciando ciertos cambios que me llevan a plantearme si toda esa bondad sincera llegará a perderse en Myanmar. Al menos en sus zonas más turísticas, como ya ha pasado en Tailandia, Indonesia u otros lugares similares.
Los primeros síntomas los vi en Ava (una de las antiguas capitales birmanas que se encuentran en los alrededores de Mandalay). Allí, los vendedores asedian a los turistas con sus artesanías, blandiendo unos argumentos de venta apoyados por una gran sonrisa y unas palabras en cada idioma. «Guapo, ¿tú me compras?» «Ahora no, ¿luego?», «Te lo puedo dejar más barato»… Dicen las chicas de Ava en perfecto español mientras te muestran collares y pulseras de jade, abanicos y otras baratijas. En Bagan, las frases son las mismas, pero los objetos a la venta son otros: libros sobre Myanmar en distintos idiomas, pantalones con motivos de elefantes, pinturas de arenisca, objetos lacados… Es normal, la gente intenta dejar la dura vida del campo para buscar su futuro en el gran incremento del turismo que ha acontecido en la última década.
Cuando fui a Myanmar por primera vez, allá por el 2011, tan solo entraban al país unos 400.000 turistas al año. En 2018 superaron la barrera de los 4 millones.
Mientras esté bien gestionado, este auge turístico puede derivar en grandes beneficios para la población birmana. Algunos ejemplos que he notado últimamente: las modernizadas instalaciones de los aeropuertos de Yangon y Mandalay, la mejora de las condiciones de los hoteles y medios de transporte… Y un aumento considerable del volumen de clase media, así como la irrupción brutal de la tecnología y los automóviles, ambos casi ausentes en 2011.
Sin embargo, como en casi todo, un crecimiento desmedido y desigual no sería beneficioso para el país. El turismo se debe gestionar de manera correcta sin que una invasión occidental llegue a minar el auténtico espíritu birmano, pleno en bondad y amabilidad.
Yo, por ahora, seguiré viajando a Myanmar para trabajar como guía y visitar amigos a los que no me gustaría ver cambiar por la llegada masiva de turistas que no respetan sus tradiciones o piensan que el dinero lo puede todo.
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Myanmar es el verdadero país de las sonrisas y espero que lo continúe siendo durante muchas décadas. Veremos… Dijo un ciego.
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