Alicante es una de las ciudades españolas con mayor afluencia de turistas, tanto nacionales como internacionales.
Los visitantes llegan atraídos por su clima envidiable, la calidad de vida, la gastronomía y sus playas de arena dorada a orillas del Mediterráneo. No es una ciudad que pueda presumir de monumentos de gran calado, pero el más emblemático vigila la ciudad desde lo alto del monte Benacantil. El castillo de Santa Bárbara evoca el romanticismo de los tiempos medievales, cuando árabes y cristianos luchaban por hacerse con el dominio de estas tierras.
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Frente a la costa de Santa Pola, unos kilómetros al sur de Alicante, se divisa una pequeña isla de forma achatada. Tabarca es la única isla poblada de la Comunidad Valenciana y sus preciosas aguas fueron de las primeras de España en ser declaradas reserva marina.
Ambos lugares se encuentran entre los más visitados de Alicante. Sin embargo, la mayoría de los turistas que pasean por las almenas del castillo de Santa Bárbara o las calas de Tabarca, desconocen que ambos lugares han dado vida a curiosas leyendas.
La leyenda del Castillo de Santa Bárbara
Son varias las distintas leyendas que versan sobre el pasado árabe del castillo y la trágica historia de amor que en él tuvo lugar. En el perfil del monte Benacantil, sobre el que se aposentan las murallas de Santa Bárbara, se adivina la cara de un árabe, con su turbante y todo.
La leyenda que explica este fenómeno es la siguiente:
Se cuenta que, en los tiempos de dominación musulmana, vivía aquí un califa árabe cuyo gran poder no nublaba su buen juicio y carácter magnánimo. Sus súbditos le amaban y él era muy dichoso por poseer una gran familia.
De entre sus vástagos, adoraba, sobre todo, a su hija Cántara, una bellísima criatura a la que trataba con dulzura extrema. Cuando Cántara tuvo cierta edad, un gran número de pretendientes se acercaron a pedir su mano. La fama de su belleza había llegado bien lejos, pero también la de la dote que su padre entregaría al afortunado esposo.
De entre todos los mancebos que aparecieron ante las puertas del castillo, resaltaron dos: Almanzor, un famoso general llegado de Córdoba; y Alí, menos dotado en las artes del combate pero de gran belleza y romántico corazón.
Cántara y su padre no conseguían elegir entre ambos, así que el califa decidió someterles a una prueba. Tendrían que hacer una proeza que le impresionara.
Almanzor decidió marcharse a la India para abrir una ruta de comercio y traer sedas y especias de allí. Mientras, Alí se propuso abrir un canal que trajese agua de la zona de Tibi.
Mientras Almanzor se encontraba muy lejos realizando su misión, Alí tenía otra propia en mente. Su plan le mantenía cerca de Cántara y a ella dedicó todos sus encantos, hasta que ambos jóvenes quedaron profundamente enamorados.
Sin embargo, un día regresó Almanzor con una barco lleno, hasta los topes, de objetos valiosos. El padre de Cántara quedó gratamente impresionado y concedió la mano de su hija al general. Esto supuso un drama para la bella joven y su amante. Alí, cuando se enteró, corrió hacia un precipicio y se lanzó. La tierra se abrió para acogerle en su seno y, por arte de magia, el agua comenzó a brotar, llenando el actual pantano de Tibi.
Cuando Cántara se enteró de lo sucedido, no pudo con la pena y saltó al vacío en la Sierra de San Julián. Desde entonces, a este lugar se le conoce con el nombre del Salto de la Reina Mora.
El padre de Cántara murió poco tiempo después, consumido por la pena. Dicen que la montaña, entonces, asumió la forma del perfil de su cara, para asombro de todos los súbditos, que encontraron en este milagro un ligero consuelo para su aflicción. Conmovidos por toda la historia, decidieron aunar los nombres de los dos enamorados, Alí y Cántara, para dar nombre a su población y que su amor perdurara eternamente.
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Desde entonces, la Cara del Moro se dibuja bajo el castillo de Alicante.
La leyenda de la isla de Tabarca
La isla de Tabarca también tiene una historia verdaderamente triste, pero esta vez con protagonistas del reino animal.
Se dice que, a finales del siglo XIX, una pareja de grandes lobos marinos llegó a una de las cuevas de Tabarca. La hembra estaba embarazada y eligieron este lugar para dar a luz a su vástago.
Los habitantes de la isla, que vivían de la pesca, pensaron que la presencia de los dos mamíferos podría suponer una reducción drástica de sus capturas, ya que romperían sus redes y se alimentarían de los peces atrapados en ellas. Una noche, algunos pescadores se acercaron a la cueva y asustaron tanto a la hembra que dio a luz de manera prematura. La cría murió en el acto y a la madre se la llevó la pena.
El macho quedó solo y profundamente triste. Durante tres días aulló de dolor, día y noche…Sin descanso. Finalmente, también murió, consumido por el dolor.
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Dicen los habitantes de Tabarca que su cuerpo aún se encuentra en las profundidades y , en los días de luna llena, se escucha el aullido de sus lamentos. Además, sepias, lisas, calamares, salmonetes, langostas y otros ejemplares organizan un cortejo fúnebre sobre una alfombra de algas y esponjas. Es el último tributo del mar al dolor del lobo marino.