El hombre y el niño estaban desnudos, como el resto de los varones del cuarto, incluido yo mismo. La cortesía, que a veces no entiende de diferencias culturales, me impidió observarle directamente por más de una fracción de segundo. Si hubiera mantenido la mirada en lo que me había llamado la atención y él se hubiera percatado de ello a través del espejo, tal vez me hubiera visto envuelto en un pequeño malentendido: un baño público en Japón no es el lugar adecuado para fijarse en los tatuajes ajenos, aunque cubran los brazos y la espalda y estén asociados a la Yakuza, la mafia japonesa.
Había leído que esa asociación entre criminales y tatuajes, por pequeños o pacíficos que pudieran parecer los dibujos o formas, generalmente vetaba la entrada de su portador en los baños, ya sean Onsen (温泉) o Sentō (銭湯). Los primeros se construyen en zonas donde existen aguas termales (Japón es de origen volcánico) y los segundos obtienen el agua caliente necesaria para su funcionamiento por medios artificiales (es decir, la calientan).
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Yo no me encontraba en ninguno de los dos, sino en el sentō existente en el hotel en que me alojaba en Osaka y a disposición únicamente de sus clientes. No es que en mi habitación no hubiera baño (que no lo había, porque era de las más económicas) sino que en Japón el baño está considerado un acto social y de confraternización más que dedicado a la higiene (que también, porque no fue hasta la década de los 60 que la mayoría de los pisos tuvieron baño).
Para acceder al baño, primero nos detenemos en una pequeña sala en la que depositamos nuestra ropa en cualquiera de las cestas que, distribuidas en las baldas de una estantería, hacen la función de taquillas. A la sala siguiente, donde está el baño, entraremos con una toalla pero completamente desnudos, sin ni siquiera un traje de baño, y descalzos.
Los Onsen y Sentō están separados por género, por regla general el nudismo mixto no existe. En el caso de mi hotel, donde sólo había un Sentō, a la entrada del mismo figuraban los horarios en que su uso era exclusivo de hombres y cuando de mujeres.
La estancia suele tener la bañera, furo, en la esquina más alejada de la entrada. No es una bañera como la que a cualquier occidental le viene a la cabeza sino, por usar una comparación, de dimensiones similares a una pequeña piscina o jacuzzi.
Cuando uno se mete en la bañera, lo hace para relajarse y el acto es tan importante que hay que limpiarse a conciencia antes de acceder a él. Para ello usaremos la zona al efecto junto a la pared donde una fila de taburetes de plástico están situados frente a sus respectivos espejos. Los acompañan envases con jabón y champú, además de duchas individuales, y unos pequeños cubos (para lavarse al estilo de la India).
Me lavo, enjabono de los pies a la cabeza y me aclaro siempre sentado en el taburete, nunca de pie. Y lo hago venciendo el occidental pudor a hacer algo tan íntimo en presencia de desconocidos que, al igual que yo, se entregan con fruición a despojar toda impureza de su cuerpo.
Sólo cuando me he asegurado de que estoy perfectamente limpio me levanto y me acerco al furo, donde en ese momento no hay nadie. Me viene estupendamente esa soledad porque no hay una manera digna de meterse en él cuando se está completamente desnudo.
Casi me da un bajón de tensión. Era como entrar en una olla puesta al fuego y con el agua a punto de ebullición. Tal vez exagero un poco pero la temperatura del agua estaba cerca de los 45 grados centígrados (mientras que la temperatura normal del cuerpo humano oscila entre 35 y 37°C y en España las piscinas de Hidromasaje vienen a estar entre 34ºC y 36ºC).
Una vez me acostumbré al calor, respiré con más calma y saludé con una sonrisa y un leve movimiento de arriba abajo con la cabeza a otros huéspedes del hotel que se metían también en el furo.
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Para este Gaijin ((外人) o Gaikokujin ((外国人) (extranjero, con connotaciones despectivas en el primer término, educadas el caso del segundo), aquello era una más de las experiencias (como dormir en una cápsula occidentalizada o asistir a un combate de sumo) a vivir en Japón. Para los Nihon-jin (nipones), que viven en una sociedad de rigidez normativa y social, la desnudez del cuerpo iguala a jefes y empleados, a ricos y pobres. En el furo, en la bañera del Sentō todos pueden relajarse y sentirse iguales.