Caía la tarde de nuestra primera jornada de trekking cuando Ophir y yo plantábamos las dos pequeñas tiendas de campaña en el pequeño terreno de la familia de Namuli. Él estaba ausente y había sido su mujer la que nos había convidado a pasar la noche allí.
Desde las distintas terrazas donde se asentaban el resto de casas de la aldea, las miradas curiosas se dirigían a nosotros. No sólo niños, que eran mucho más descarados, sino también adultos, se preguntaban de dónde habían salido aquellos blancos con mochila y barba (aunque Dulce no lucía una).
Una vez plantadas las tiendas, bebimos agua como si no hubiera un mañana y nos dejamos caer sobre la hierba. Los niños nos rodearon, aunque se fueron sólo con Dulce cuando ella comenzó a hacerles fotos con su Canon EOS. La argentina les enseñaba las fotografías que acababa de hacer y las caritas de los niños se iluminaban al reconocerse en aquella pequeña pantalla de LCD. El asombro inicial se convertía en carcajada en menos de un segundo. Se llevaban la mano a la boca y golpeaban nerviosos a sus amigos, como diciéndoles: «¡Mira! ¡Soy yo!… ¡Somos nosotros!».
Esta gente no está acostumbrada a visitas de blancos. Quizá vean pasar a algunos durante el año, debido a que la guía de Lonely Planet menciona la existencia de este trekking -aunque no da muchas pistas sobre el itinerario-, pero, en realidad, son muy pocos los turistas o viajeros que se aventuran a recorrer este magnífico país llamado Mozambique.
Los adultos intentaron seguir con sus quehaceres diarios. Las mujeres aparecieron de la nada portando una especie de cubo de piedra y unos grandes palos de madera de forma cilíndrica. Iban a moler cassava.
La cassava es un tubérculo, una especie de yuca o mandioca que se convierte en un tosco tronco parecido al bambú. La planta puede sobrevivir a incendios, sequías o plagas y se considera una fuente de alimento y energía vital para todas las poblaciones del África subsahariana. La forma de consumirla es también variada. Se puede pelar, sacar la raíz y freírla, pero también se puede moler para obtener harina de cassava.
Las mujeres mostraban una destreza y fuerza únicas levantando el palo y dejándolo caer a golpes rítmicos que incluían un leve giro de muñeca en cada arremetida. Nos miraban divertidas cuando se percataron que no parábamos de tomar fotos de la operación. La chiquillería también formaba un círculo alrededor que no paraba de reir y jalear cuando Dulce se animó a intentar participar en el proceso de molienda.
Al rato conseguimos un poco de paz y nos metimos en la tienda buscando un poco de intimidad para comentar la jugada.
No sabíamos a cuánta distancia estábamos del Monte Namuli pero, después de todo lo caminado ese día, pensábamos que no podía estar tan lejos como para no alcanzarlo al siguiente. La duda era si nos iba a dar tiempo a ir y volver en el mismo día, pudiendo dejar las cosas allí mismo y caminar mucho más livianos. Decidimos preguntar al gran Namuli a su regreso del mercado de Gurué.
Nos ofrecimos a cocinar nuestra propia cena en el camping gas que había estado cargando en mi mochila. Nuestros anfitriones se negaron rotundamente: la cena corría de su cargo. Insistimos, pero sólo conseguimos que usaran parte de nuestro arroz para cocinar.
Algunas mujeres desaparecieron rumbo a la cocina pero al poco volvieron a aparecer. Habían llegado las fuerzas vivas de aquella aldea mozambiqueña a llevar a cabo el ritual de aceptación de los extranjeros. O sea, nosotros.
El jefe de la aldea era, precisamente, Namuli. Al encontrarse fuera, vinieron a vernos los siguientes tres cargos más representativos de aquella comunidad. A ellos les seguía una fila de no menos de 100 personas. Nosotros contemplábamos estupefactos cómo se acercaba aquella marabunta, descendiendo el sendero, sin saber muy bien a qué venían.
Una especie de maestro de ceremonias nos indicó, muy solemnemente, que nos sentáramos en el banco de madera que nos había traído. Cada uno de los tres hombres importantes se sentaron frente a nosotros. El resto de la aldea se sentó en el suelo, rodeándonos en círculo.
La charla no duró más de 15 minutos. Nos preguntaron nuestros nombres y de dónde veníamos; de qué nos conocíamos y por qué estábamos haciendo esa ruta. Fueron las únicas preguntas formales que hicieron. El resto ya fue pura charla entre risas y exclamaciones. Nos preguntaban sobre la vida en Argentina, España o Israel. La mayoría de ellos fijaban una mirada ojiplática en Ophir, cuya larga barba, tez morena y rasgos claramente judíos -como los míos- ya llevaba semanas provocando la atención de la, profundamente religiosa, población mozambiqueña. Le gritaban «¡Jesússsss!! ¡Jesús de Nazaretttt!» a su paso. Mientras, a mí me había tocado varias veces el sufrido papel de Judas Iscariote.
Cuando acabaron las preguntas y las risas, nos dieron la bienvenida oficial a la aldea y nos comunicaron que esa noche habría una fiesta con música moderna y estábamos invitados. Se nos antojaba irreal escuchar aquello en aquel lugar donde no vimos señales de la llegada de la electricidad o el agua corriente. Les dimos las gracias amablemente y volvieron todos por donde habían venido.
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Aprovechamos el hecho de que se había acabado la función para darnos una ducha en la precaria estancia de ladrillos, medio derruida, que hacía las veces de cuarto de baño. Metí el cazo en un barril de agua fría y disfruté de esa ducha manual como si estuviera en la mejor habitación del Ritz de Madrid.
Ya limpios y algo reposados, los tres amigos nos reunimos en la tienda de Dulce. Allí Ophir nos leyó un texto que había creado él y explicaba, a modo de fábula, una de las fiestas religiosas judías. La cosa se fue haciendo más graciosa conforme iba haciendo efecto las pequeñas dosis de ron de coco que habíamos ingerido para festejar el final del primer día de caminata.
Cuando acabó la historia, creímos oír aplausos del respetable pero se trataba, en realidad, de las gotas de agua que comenzaban a golpear con fuerza la tienda de campaña. Era el principio de un tromba de agua que no pararía en toda la noche, inundó ambas tiendas, mojó los sacos, e hizo que no pudiera dormir ni un solo minuto.
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Antes de la llegada del desastre que convertiría aquella noche en una interminable, pudimos cenar las viandas que nos trajeron nuestros amables anfitriones. Les dimos las gracias y nos dispusimos a dormir nada más acabar de rebañar los platos. Fue imposible. Pero en África, la luz del Sol siempre trae nuevas fuerzas.