
Levantarse a las 5 de la mañana es algo que raras veces me he tomado a bien en mi vida. Incluso cuando estás en medio de un gran viaje con el que siempre habías soñado, cuando llega ese momento en el que suena el despertador, tu primer pensamiento es: «¡Pero qué mierd…!«. Y fue así como me sentí aquella mañana -más bien noche aún- en mi habitación de hotel en Panajachel, a orillas del lago Atitlán de Guatemala.
Nuestro objetivo era subir hasta los 3.020 metros sobre el nivel del mar que marca la cima del volcán San Pedro. La promesa de unas vistas impresionantes sobre el gran lago Atitlán y un trekking de dificultad media a través de una vegetación exuberante nos sirvió como reclamo sin rechistar.
Luisa nos estaba esperando en recepción antes de las 6 de la mañana y juntos caminamos hacia nuestro pequeño bote a motor, llamado La Fabiola, con el que cruzaríamos el lago Atitlán desde Panajachel hasta el pequeño pueblo de San Pedro La Laguna. Unos cuantos pescadores disponían los aparejos de sus barcas mientras tres o cuatro personas más esperaban en el muelle a que llegara su transporte a cualquiera de las otras poblaciones que rodean este lago que insufla vida a muchas comunidades indígenas.

San Pedro La Laguna nos recibía medio adormilada. Este pequeño pueblo es, junto con Panajachel, de los que más turismo recibe en toda la provincia. Se ha hecho bastante famoso entre los mochileros hippies que quieren tomarse un descanso del mundo en general y se respira un aire de relajación que no te deja indiferente. Pero todo tiene su lado no tan bueno. El pueblo ha perdido un poco sus señas de identidad originales -que preservan otros del lago- y abundan los comercios con carteles en inglés y los bares que ofrecen happy hour y demás cosas propias de la cultura anglosajona.
Nos subimos a la parte de atrás de una furgoneta pick-up y nos llevaron por largas cuestas hasta el centro de visitantes del volcán san Pedro. En el camino vimos un grupo de 4 extranjeros que comenzaron su travesía desde el corazón del pueblo, sin ahorrarse la parte de subida que nos habíamos ahorrado nosotros. Reconozco que sentí que estaba haciendo un poco de trampas.
Nada más bajarnos de la pick-up se nos presentó José, que sería nuestro guía en la ascensión. En menos de cinco minutos ya caminábamos con nuestros palos al más puro estilo de los cuatro hobbits que abandonaron La Comarca un día de primavera en el mítico Señor de los Anillos.

El calor aún no apretaba y la primera parte de la ascensión discurría entre bonitos claros de hierba, grandes rocas y arbustos y helechos exuberantes. La pendiente no era muy pronunciada y, cada pocos metros, parábamos a tomar fotos o escuchar alguna de las explicaciones que nuestro experimentado guía sacaba de su mochila particular.
José me explicó que él había nacido en San Pedro La Laguna pero, tras casarse, se marchó con su mujer a buscarse la vida a la capital del país, como tanta otra gente. Después de 10 años viviendo en la caótica y difícil Ciudad de Guatemala, decidieron regresar a su pueblo natal y ahora es muy feliz haciendo de guía para los pocos turistas que llegan cada día para ascender el volcán San Pedro. La media de personas que firmaba el libro de visitas en aquel final de mayo -comienzo de la temporada baja- apenas rozaba la veintena. Igualmente, José subía y bajaba el volcán todos los santos días.
Pasamos por una zona donde crecía el árbol del aguacate, para después descubrir las plantas de los frijoles negros y el maíz, ambos muy populares en la dieta guatemalteca. Un poco más allá pasamos una pequeña plantación de café. Aunque no soy un consumidor habitual de esta bebida, reconozco que aquí lo tomé bastante y tiene un sabor extra dulce. A mí me pareció mejor que los que había probado en Europa pero para un buen cafetero, de los que les gusta el sabor fuerte, creo que le faltará algo.

Ya había comenzado a sudar a chorros cuando alcanzamos el mirador, situado a 2194 msnm. Una construcción de madera de dos plantas hace de balcón hacia el lago Atitlán. Es un buen punto de descanso y nuestra expedición se fraccionó en ese momento. Inés y yo decidimos que no podíamos quedarnos en ese punto. El calor comenzaba a apretar y José nos informaba de que ni siquiera habíamos llegado a la mitad del trayecto. Además, a partir de aquí las pendientes se harían más pronunciadas. Todo pintaba mal y, cuando eso ocurre, ¡hay que seguir!.
Tomamos de nuevo nuestros palos y seguimos los tres. Era cierto lo que decía José. Las rampas comenzaron a endurecerse. Dejamos atrás cualquier conato de terreno plano a la vez que veíamos al último agricultor con el que nos cruzaríamos hasta la cumbre.
Descansábamos cada cierto tiempo. Yo aprovechaba las paradas para escurrir una camiseta que ya había pasado del color oliva al casi negro al estar empapada de sudor. Mientras, Inés aliviaba su sufrimiento entreteniéndose tomando fotos y planos para el magnífico vídeo que ha publicado en misviajesporahí.

Sobrepasábamos nuestra tercera hora de trekking cuando ya nos convertimos en los típicos niños irritantes para José: «¿Falta muchoooo?… ¿Llegamos yaaaa?«. Estábamos a unos 3000 metros de altitud y cada paso costaba mucho más que el anterior debido a la menor concentración de oxígeno en el aire. Hasta José había comenzado a sudar.
No tardamos en llegar a la cima y el cielo nos recompensó con un panorama despejado, aunque duraría más bien poco. Allí, en la cima, nos reencontramos casi todos los valientes que habíamos comenzado la ascensión en algún momento del día. Una pareja suiza, dos amigas chinas, una kazaja con una americana, dos chavales guatemaltecos y nosotros. Las caras de cansancio eran evidentes pero todos compartíamos la felicidad de haber logrado llegar a la meta. Aunque la vista desde la cima no difiere enormemente de la que puedes tener en el mirador intermedio, sí que es mejor y, además, en estas cosas lo que me hace sentir tan bien es el esfuerzo físico y el llegar a la meta.
Los suizos nos dieron algo de su queso patrio justo antes de emprender la bajada. El cielo manifestaba sus deseos de echarnos de allí al enviarnos nubes que auguraban una lluvia que nunca llegó a caer.
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Bajar cuestas o montañas es algo que, o hago a la mayor velocidad posible, o me destroza las articulaciones. Al ser las pendientes tan pronunciadas tenías que estar frenando cada dos pasos así que opté por la velocidad y dejarme llevar. El resultado fue positivo: no me maté (por los pelos en más de una ocasión) y tuve media hora de descanso tirado en un banco de madera mientras esperaba a Inés y José. Nos habíamos ganado muy merecidamente nuestro almuerzo, del que disfrutamos a orillas del lago Atitlán.
Para realizar este trekking necesitáis tener una forma física medianamente buena. Aun así, lo más normal es que unas buenas agujetas os acompañen hasta unos días después. Sin embargo, las preciosas vistas, el bosque espectacular que atraviesas y el reto físico hace que merezca la pena la ascensión al volcán de San Pedro.